sábado, 28 de agosto de 2010

62º- Sobre la belleza


Decía Sócrates a Fedón, uno de esos discípulos contestatarios que enorgullecen al maestro pensando por sí solos, que los poetas como ellos no podían alcanzar la sabiduría, no debían codearse aparentando dignidad, los poetas solían caer en lo sensible abrazando concupiscentes una imagen que los impresionaba y sobre la cual incidían para hacer a los espectadores partícipes, compartían el tesoro que a los demás les pasaba por mundanal pero gastaban la atención en el objeto, por eso recalcaba el griego, la dependencia del verso del sentido que lo inicia destierra cualquier posibilidad de comprensión, se conforma con describir las figuras perfectas que quizá posean una cualidad que le ha llamado únicamente a él, al poeta. Desde luego Sócrates estaba equivocado, el complejo de parturienta jamás lo dejó observar con claridad, ni él pasaba de ser un enaltecedor de masas ni la belleza es un territorio continental recóndito reservado para exploradores que se adentraran en sus frondosas selvas, no, aunque tampoco afirmaré que el brillo sea inherente a los componentes de la realidad y bajo la superficie encuentres el destello que se resistía a mostrarse avergonzado. La belleza existe diseminada, caso de darse a conocer quedando al descubierto rozaría la vulgaridad, y su esencia es eminentemente aristocrática. Que la divinidad terrenal posea un carácter reservado no es achacable a los poetas, a pesar de que éstos viven de un supuesto trato privilegiado para con la gracia, Sócrates quisiera embaucarnos, que le dejemos hacer limitándonos a paladear las palabras con las que describe el primor de la hermosura, como si la magnificencia fuera territorio vedado para neófitos.

Yo, que de ninguna de las maneras aceptaría una posición en el círculo que montaba los fans socráticos, y que por otra parte me muevo ágil en las aguas sediciosas, afirmo categóricamente que he mantenido relaciones con la belleza y que fueron en la medida de lo imaginado satisfactorias. En lo personal la belleza llevaba tacones y tenía las piernas descubiertas hasta más allá de la altura de las rodillas, vestía una falda tejana y una blusa a rayas negras y blancas estilo cebra, no es un paradigma, para ti puede llevar sobre los hombros una chaqueta roja de punto que la cubra de los vientos primaverales, para otro puede ir en traje de gala soportando el peso de un sin número de pulseras. De la experiencia deduzco que lo bello es a un tiempo lo que contemplas a simple ojeada y lo que le sigue al acercamiento, el factor del peso queda a gusto del consumidor, puedes preferir el impacto a la continuación, cegado por la turbulenta manera que tiene de mover las caderas, subordinado ante el tono con el que te pregunta de dónde vienes, cómo es que antes no había reparado en tu presencia. Y no se necesita octavas reales, ni rimas a la luz de la luna, la belleza surge porque está ahí fuera esperando que desde dentro la destapes, lo que suceda tiene lugar en un plano que sólo concierne a dos, y el objeto por lo común se las da de despistado.

Gustavo Aschenbach, el personaje de Thomas Mann, recalca que la soledad es lo que engendra lo genial, lo atrevido y lo verdaderamente bello. Supongo que se lo repite porque está abocado a crear la misma belleza que rehúye en caso de mostrársele clara y distinta en la tez de un efebo que juega con castillos de arena, supongo que atiende al decoro de no mirar a los ojos de un viandante que se te cruza y que te encanta que sea uno más, que de momento nadie intente apagarle el brillo de un manguerazo. Acostumbro a defender a los que miran insistentes rogando toparse con la personificación de la belleza y que a menudo son tomados por indiscretos, aquel que se contenta en el mero existir del objeto tiene mi solidaridad a su disposición, aquel que fuera insistente a mezclarse con lo idolatrado sufriría una amonestación no verbal, producto un terror a que estropee la perfección, producto de que cuesta digerir de que con la belleza seamos tan torpes que al final se nos cae el cuadro, se nos raja el lienzo, y hacemos lo imposible por convencernos de que fue un error cuando el error no es producto de lo bello sino de los palos de ciego que damos al querer definirlo.

viernes, 27 de agosto de 2010

61º- Despedirse


Cuando descubrí cómo era despedirse a la francesa asumí que así era como yo me despediría de los mundos que progresivamente iría abandonando. Claro que ello no atañe al opuesto, es decir, quisiera que los mundos que se marchan cumplieran con la convención, con el ritual de derramar lágrimas al partir apenados, que se arrepintieran a las puertas de la terminal del aeropuerto y diesen media vuelta secándose las mejillas, extendiendo sus brazos sobre mi espalda mientras esgrimen al oído que recapacitaron hasta comprender que no podían dejarme solo. Pero los mundos son conocidos independentistas, tomada la decisión no se retractan, para ellos (entiende que cada mundo es una persona, ya lo advirtió cierto humanista) despedirse es un acto común con el que rellenan el expediente cuya página inicial comienza con un escueto saludo y que va adquiriendo cuerpo hasta cerrarse en un punto seguido de espacio de folio en blanco cubierto con presagios de que en breve volveremos a vernos. No conozco de ninguna despedida que sea tajante y definitiva, todas dejan abierta una ventana por la que retomar la conversación, como si ésta pudiera parecerse lo más mínimo aunque imitásemos las circunstancias, como si al decir adiós no clausuráramos el pasado y emprendiéramos el presente apechugando con las consecuencias entre las cuales está que comunicarse en la distancia temporal es un descubrimiento que queda todavía a años vista, porque a pesar de que hoy el contacto lo mantienes con alguien que habita en el otro extremo del planeta las despedidas se enmarcan en el ámbito visual, la misma alocución “nos veremos” o “hasta la vista” ilustra suficiente.

Por supuesto que las despedidas a la francesa, para el que no esté al tanto es decir adiós sin decirlo, marcharse de repente evitando el previo aviso, son una práctica que hay que manejar con cuidado, dosificando que no te las interpreten como una descortesía, cuida los modales y evitarás que se sientan ofendidos, trátalos con deferencia hasta que de primeras les des con la puerta en las narices e interrumpas el discurrir de su insípida charla que a partir de entonces girará en torno a tu persona. Entenderás lo que te cuento en el momento en que armado de valor tomes una maleta y desciendas de un ático con las miradas que se clavan en el crujir de las ruedas al bajar los escalones, ellos desde arriba preguntándose mudos a qué se debe ese impulso, tú haciendo una mueca, intentando no decirlo porque levantarías un escándalo y conoces la impostura pero respetas la siesta de los vecinos, la plácida quietud de las pelusas que permanecen ocultas bajo la alfombra. Las despedidas súbitas, las que nacen espontáneas y extienden las llamas por los inflamados ánimos de los que se quedan envidiando la fogosidad de un ataque de rabia que a ellos les resulta terreno vedado por fármacos tranquilizantes, los adioses que no reparan en que afuera nieva o que es mediodía y el sol de brillante ha vaciado las calles y que la maleta la tienes que arrastrar por vagones de metros de varias líneas diferentes, esas despedidas son las imborrables.

No obstante, los tipos de ceremonias irrepetibles no son obligadamente de tono negativo, las hay agradables, en las que no gimoteas porque sabes que es lo correcto y así lo asumes, retardar un adiós puede aumentar la taquicardia de los corazones preocupados que vivirían en estado de alerta permanente. Viajas de vacaciones a un lugar que te parecía un plan equivocado, del que estabas seguro, acabarías harto a la semana, pero no eres adivino y la clarividencia se hundió entre presagios que te salieron por la culata y no quieres despedirte porque el placer es un imán capaz de atraer a la superficie el fondo de un océano. No te queda posibilidad al menos pausible, has tirado los dados y los números te sonrieron, apresúrate, te advierte el sentido común, pronuncia en una cadencia lenta arrivederci, adieu, goodbay, extiéndele la identificación a la azafata y no vuelvas la cabeza vayas a caer rendido a los pies de un mundo que tarde o temprano va a propinarte una patada en el mentón, di adiós que de seguro que lo que dejas no es tanto como crees.

lunes, 23 de agosto de 2010

60º- Cuando es un accidente


Cuando jugaba al balón con los chicos de su barrio Maite sentía plenitud aunque desconociera lo que significaba aquel impulso que le permitía perseguir y zancadillear y chutar a la portería, aquel movimiento danzarín que colocaba a los chicos ante un compromiso, el de verse superados en ánimo por una extraña de pelo rizado que los dejaba en ridículo. Luego acudía a las palmadas de su madre que le anunciaban que la cena estaba lista y que debía de reponerse de la práctica del ejercicio físico, del disfrute que le proporcionaba sudar el cálido periodo de vacaciones, de sentarse frente al ventilador que le refrescaba la digestión, tenía aprendido que es al acabar de comer el momento en que el cuerpo necesita reposo para asumir los alimentos, para que el organismo los fuera adaptando. En cierta ocasión, chutó a puerta cerrando los ojos, empleando toda la rabia que aún no sabía que acumulan las personas en los tensionados nervios de sus piernas, y mandó el balón a los cielos, tan alto que de mirarlo notó que se mareaba al sentirlo descender hasta impactar en la barriga de una anciana vecina que tenía aspecto de escarabajo y a la cual el susto la condujo a propinar un grito desagradable, una expresión de esas que se supone que los niños no deben pronunciar porque está penada por los padres. Había sucedido, sin quererlo había provocado un accidente, debería de disculparse para que le devolvieran el esférico, de lo contrario podía olvidarse de ser admitida en el equipo la tarde siguiente a pesar de que en cuanto a sacrificio Maite poseía una voluntad precoz, fijó a la vecina entre ceja y ceja, se acercó y le ofreció su ayuda para que recobrara la posición, había resbalado sentada como estaba en uno de los escalones que subían hasta la puerta de su tenebrosa casa, recogió el abanico que también se le había escurrido de las manos. Suerte que cada accidente tiene su idiosincrasia, sería la cortesía la manera de subsanar el daño. La vulnerabilidad de ser una niña es un arma poderosa.
El pensamiento de Maite es recurrente si observamos que se encuentra ya de adulta inmersa en un accidente, un poco más aparatoso, un despiste que se achaca mirándose al espejo conforme ensaya una historia que sea creíble, que le valga para explicar qué demonios sucedió para que transgredidas las reglas del juego no hubiera disculpa que de veras la eximiera de culpa. Tontearon tomando un helado siguiendo el cauce de un río, se rastrearon los rostros siguiendo el curso de las arrugas que entrelazaban soledades y desesperanzas, subieron al mismo taxi y al unísono indicaron el destino echándose ambos a reír a carcajadas mientras contenían las ansías en el asiento trasero debido a las miradas inquisidoras que les lanza intermitentemente el conductor. Se desvistieron en el recibidor, transportados al dormitorio por la necesidad de dejarse ir en conjunto, y susurraron y gritaron y parecían no tener fin, el somier de la cama les crujía bajo la espalda, la cabecera soportaba a duras penas el movimiento a punto de ceder los tornillos que la mantenían posicionada. Pero investigaron cómo el deseo es insaciable y salieron escaldados, Maite llevándose las manos a la boca horrorizada, él con la mandíbula abierta por completo, los ojos buscando en un vacío blanco una grieta por la que colarse, las muñecas y el cuello sin pulso. Ha sido triste accidente, repite Maite en voz alta antes de marcar el teléfono del servicio de urgencias donde no podrían reanimar el cadáver, donde no repararían el desaguisado, donde- y será un trance desagradable- tomarán nota de los detalles y tendrán que oírle relatar las improvisadas normas del juego que les iba a coronar la noche desenfrenada. Vuelve a palpar el cuerpo situado entre la alfombra en la que apoya las piernas al despertar y el armario que permanece abierto, el resultado es idéntico, pero mantiene los dedos aferrados al brazo estirado y frío de él, rememorando las palabras de la vieja que nunca le devolvió el balón y que como razón remarcó que los accidentes son una invención de los que tienen las manos manchadas de sangre; ella misma, decía el escarabajo, era un accidente de sus padres, que no pudieron, o no quisieron poder abstenerse de comenzar la partida.

sábado, 21 de agosto de 2010

59º- Prueba superada


La reconciliación se hizo de rogar, pero uno de los litigantes dio muestras de flaqueza, y el otro dejó en el camino una personalidad, con lo que hoy van a enterrar las rencillas y a cubrirlas, si fuera necesario, de la arena que tendrá sabor a una partida acabada en tablas. La lucha parecía no tener fin, las acusaciones subían de tono, los juramentos y la cabezonería entorpecían cualquier atisbo de acercamiento propiciado por terceros que comprobaron que ir armados de buenos propósitos no era suficiente para concertar una paz o al menos para que la tregua disolviera los bandos que durante la prolongada guerra ambos contendientes habían agrupado en torno suyo. Paula, aprieta la colilla en el cenicero y se convence de estar dispuesta, ha llegado su turno de mover ficha, ella es quien ha dejado de ser quien fue cuando sonaron las cornetas y rompió los lazos que la unían con aquello que tacharía de enemigo. Respira profundamente, traga saliva, comprueba que el pantalón lo lleva a una altura que no denote dejadez, ha de ir presentable ya que de lo contrario un síntoma de debilidad la dejaría expuesta a pesar de que la resolución le ha tocado en campo propio. Sabe que las miradas estarán puestas en la sinceridad que destilen sus gestos, debe evitar el aspaviento y la sobreactuación, se ha inclinado por la normalidad de un saludo coloquial, como si al ayer de las mareas en calma no lo hubiera alterado una tormenta capaz de dar al traste con una armada invencible, capaz de volcar un acorazado que flotara en las aguas de una piscina. Paula va a tragarse el orgullo, a la hora de pedir perdón con las intenciones basta.

El universo que la contiene ha variado desde entonces. Sufrió de remordimiento nocturno, perdió propósitos, aunque nunca se estancó en el pasado y promovió las remodelaciones profundas. ¿Para qué un lavado de cara, una capa de pintura, si la estructura estaba deteriorada? Los parches, lo comprobó dejaban al descubierto una herida que podía infectarse, era preferible adaptar en lo que pudiera y dejar correr el recuerdo en vez de rebobinar la imagen, nunca obsesionada por aparentar serenidad, nunca de rodillas claudicando, nunca, tampoco, estática en el preciso instante en que mandó un manojo de posibilidades al garete. Paula esperaba en la caja de un supermercado vaciando el carro de productos cuando sintió una fisonomía inquietante que la retaba a mantener la ficción de que las colisiones no provocan ondas expansivas que devastan la naturaleza de personas que se mantuvieron neutrales, sintió un escalofrío y dejó caer al suelo un tarro de mermelada descubriendo que la sangre derramada puede ser dulce pero que en superabundancia te impedía obtener matices en el paladar. A Paula las encías le sangraban al rozarlas con la almohada, al frotarlas con el cepillo de dientes, conoce esa sensación, el hierro del que presumen estar echas muchas personas sólo es sangre que se disemina aunque no lo noten y crean que la obstinación es una cualidad magnífica, cansa despertar intentando mantenerte a duras penas en la superficie de un charco de hemoglobina.

A Paula la reacción del contrincante la deja de piedra, si alguien que no conociera el asunto los contemplara lo que menos sospecharía es que ahí tiene una fricción resulta en positivo. No hizo demasiado, ni una reverencia, la cuestión era ingerir el proceso contentándose con que en la cárcel del inconsciente hay un intercambio de reos, justo lo que a Paula no le inquieta puesto que ella ya es otra, Paula es la ligadura que tiene con el pasado y son unas letras que suenan distintas a como sonaban antes, suenan a empezar ya no desde cero, a tomarle el hilo a la vida, a relanzar lo que creyó cortar de raíz. Y lo que piensa Paula, lo que está pensando, es que palabras como honra solo tiene sentido usarlas si eres el protagonista de un western, y piensa que ella por fin se ha caído del caballo.

58º- Paso en falso


¿Qué no daría Sarah por una banqueta en la que sentar el trasero en esta madrugada que la tiene rendida? ¿Qué le sucedió para que le escaseara el combustible del depósito de energías que acostumbra a cargar hasta los topes antes de emprender el camino? ¿En las mediciones se quedó corta, la superaron las circunstancias y las callejuelas que traza la ciudad, pecó de soberbia y la seguridad en sí misma le flaqueó conforme decaían los sonidos quedando sólo el viento y ella, y el viento que sopla y la desgasta? No sabría que contestar. Aseguraría que momentos antes se encontraba tendida en el sofá, con los ojos entrecerrados, al igual que siempre que tomaba un café y encendía la radio para mecerse en las ondas que le llegaban en un volumen inaudible. Afirmaría convencida que lo que la hizo recobrar la compostura fue un sonido del ordenador que retumbó en toda la casa, había dejado los altavoces encendidos y el correo electrónico sin cerrar. Diego le comunicaba que estaba preparado, que los miedos acababan de rendirse y que era adecuado no contemporizar, el escueto comunicado concluía: “ahora o nunca”. Encendió el gas y tomó una ducha de agua ardiendo que le dejó de caderas para abajo un brillo rojizo por el cual se decantó por el pantalón largo y la blusa de manga corta que le fuera a juego, fondo negro en el que se superponían unas finísimas rayas grises en horizontal. ¿Qué siguió para que Sarah diese tumbos bordeando las esquinas de una ciudad que no era nombrada en ningún libro de geografía- asignatura que le deparó durante años endémicas matrículas de honor-, qué rol le asignaron a Sarah las casualidades que rigen lo que habrá de acontecer?
Sarah echa el pestillo con desgana y desciende cuidadosa las escaleras, una planta hasta abandonar el edificio abandonando también los planes de una sosegada velada pegada al lápiz del que esperaba extraer las frases certeras que le cerraran el relato que comenzaba a exasperarla por resistente. El vecino que vive en el bloque de pisos de enfrente la saluda, levanta la muleta y pronuncia su nombre al tiempo que hace un ademán por dirigirse a ella que queda en eso, en una tentativa abortada ya que Sarah anda e imprime a cada zancada la voluntad de llegar a tiempo al encuentro, de conservar el cliché de puntualidad británica que le otorgaron desde la etapa colegial cuando el adelanto le sirvió para que los demás críos la confundieran con la conserje, y como la estupenda forma física se lo permite alcanza el punto concertado y le sobran aún varios minutos. Masca chicle mientras ensaya diversos temas con los que evitar esos silencios incómodos que lastran el pretendido discurrir de los espontáneo. Divisa a Diego desde lo lejos, corre a él y lo abraza. Pese a que entre sus características esté la precaución, el andarse con pies de plomo incluso cuando anda en la rutina, Sarah no imagina cómo un taxista la monta en su auto mostrándose compasivo, renunciando a la tasa que abría de abonarle porque eso sucede tarde, cuando apenas recuerde lo que precedió.
Diego es poco dado al monólogo interior, me limitaré a situarlo: Introduce una llave en concreto de un abultado manojo y tuerce la cerradura, gira el pomo y se alisa instintivamente los pliegues de la camisa. Capta una discusión en una de las habitaciones interiores, se dirige allí donde dos chavales se disputan el turno por una partida de videojuego. Acude a la cocina y besa en la mejilla a su mujer que le pregunta a qué es debido su pronta hora de regreso, a lo que él responde que sus superiores hoy fueron benévolos, la eficiencia exige sosiego para que la mente opere con sentido común. La mujer sigue enfrascada en la tarea que la absorbe y Diego prefiere no ser un estorbo por lo que en el sofá, sentado, pierde la mirada en una mosca que sobrevuela cerca de la venta. Sitúa ambos pies sobre la mesa, siente la sangre circular y entorna los párpados, el insecto vuela hasta posarse en el hueco que hay entre los dos zapatos. De repente junta las suelas, y repara en las arrugas de la camisa, un tanto húmedas.

jueves, 19 de agosto de 2010

57º- Todo de ti


Nicole es lo que tú y yo calificaríamos como una mujer 10. Sin embargo he de precisar que no es un portento al uso, no se parece a una de esas despampanantes imitadoras de Bo Derek que abundan por las playas cristalinas de Cancún trayendo de cabeza a solteros que desde sus hamacas degustan una caipirinha, no, Nicole no es rubia ni tampoco su figura está esculpida en un gimnasio, lo suyo es natural. Una vez le pedí que me esbozara su biografía en una servilleta y se limitó a escribir: nací envuelta en la suerte y hasta el presente sigo tocada por la fortuna. Ya te vas haciendo una imagen, pero es justo que sea preciso y que no le escatime méritos, cuidando claro, no desbarrar y componerle un panegírico, ya que las chicas como Nicole soy muy dadas a atribuirte intenciones que no tienes por más que perjures, y las entiendo, de tener la posibilidad de descender una escalinata y que todos los ojos se detuvieran para clavar la mirada en ti, para inundar la sala de exclamaciones, para endiosarte entre murmullos que van desde el cumplido hasta el comentario soez, si los demás a tu lado quedaran relegados ¿saldrías de la escena ruborizada? En ese aspecto Nicole no tiene nada de especial.

El pensamiento humano compartimenta los conocimientos, los divide en áreas conforme los percibe, y a los cánones de belleza los confronta con la intelectualidad. Siguiendo estas teorías Nicole no debería de recitar en su idioma original a T. S. Eliot ni sentir el vello del brazo erizarse al oír a Simon & Garfunkel, pero a veces sobreestimamos las conexiones que sacamos al comparar lo que conocemos y por lo mismo a veces nos trastoca contemplar un cisne negro, nos asusta porque la realidad del revés es menos realidad, casi una anomalía para la que no nos prepararon y tenemos que frotarnos los ojos y aguzar el oído, y en efecto, es un extracto de La Tierra Baldía. Por una ocasión, y sin que sirva de precedente, erraste en la impresión inicial. Permíteme que te la describa, Nicole es morena aunque el cabello lo lleva a la altura de la vértebra que le sostiene una interminable espalda en la que se distribuyen ordenadamente una serie de lunares que podrían ser una constelación aun pendiente de ser descubierta. Nicole sonríe a menudo y lo hace estrechando las facciones de su cara, remarcando el mentón que de trazarle una perpendicular a lo largo encontraríamos que coincide con el final de la uña de su dedo gordo del pie. Nicole respira sin que se le note, incluso cuando intenta reponerse tras un esfuerzo extenuante no te percatas de que se encuentre a tus espaldas lo que te induce a sospechar que quizá sólo sea obra de tu imaginación, una manera de llenar los huecos muy lograda, el prototipo que no has tenido otro remedio que inventar alternando extractos de modelos imperfectos. El Señor Patata en manos de un crío de cinco años que mezcla rasgos de aquellos adultos que le hacen carantoñas.

Pero Nicole existe, y no me serviré para atestiguarlo de la prueba de Descartes acerca de Dios. Tampoco de una fotografía, dudo que me atreviera a retratarla. Nicole, y a estas alturas de la narración comprendes como si ella fuera la que se describiese a si misma, está en todas partes y en ninguna, es volátil musa de escritores asexuados, es la transeúnte a la que desde un andamio le dirigen piropos que suenan a canción desesperada, es la quimera de un adolescente que conoce los diálogos de todas y cada una de las películas de Isabel Coixet. Si te encuentras con ella en plena calle la reconocerás a simple vista, acuérdate, camina como cualquiera, examina de lo que le rodea lo que le resulte llamativo, puede en casos de extrema necesidad cruzar aun estando el semáforo en rojo, no posee una cualidad inherente que la resalte entre multitudes ni la desea. Por eso mismo, a Nicole, en aquella ocasión en la que me transcribió su ser en una servilleta le contrarié al reverso: suerte, y eres plenamente consciente de ello, de permitirme saber que te encuentras entre nosotros.

domingo, 15 de agosto de 2010

56º- Cuando ella era buena


A la chica, ponle nombre: Natalie, el estrés la está matando, tiene los pómulos hundidos, las pupilas dilatas y el tabique nasal exageradamente ancho. Tiene problemas. Incluso agotada le cuesta conciliar el sueño. Intenta para paliarlo contar ovejas que saltan un paso a barrera para ser atropelladas por un tren que no se percata de que centenares de ovejas cruzan de un lado a otro la imaginación, intenta leer una novela que le ha recomendado su madre, algo relacionado con la inestabilidad y cómo afrontarla, un manual para divorciadas que aceptar poner en la mesita de noche por si lo suyo estuviera relacionado con la soledad. No resulta. Natalie manejó una amplia gama de posibilidades que fue agotando, le resta la marihuana como calmante, los programas de televisión nocturnos como compañía y las salidas a una pista de baile de una discoteca en donde aunque demacrada le sobrarán proposiciones. Viste un traje rojo de una sola manga, lleva el hombro izquierdo al descubierto y mira en todas las direcciones sosteniendo una copa mientras simula que sigue el ritmo de la música, su aspecto resulta conmovedor, más si cabe, al conocer como yo sé al verla a unos metros de distancia, que es inminente la curación de sus desvelos. Natalie mueve las caderas en un local que está por cerrar deseando que la última nota de la canción sea un chasquido de dedos que la haga entrar en trance para así por fin, descansar.

Sin embargo tendrá que esperar un poco, desembarazarse de el joven que notándola aterida le lamió el antebrazo y que ahora le busca la lencería en el triángulo de la pelvis tras haberle desabrochado antes la hebilla del sujetador. Ese joven que apenas se tiene en pie y que en condiciones normales nunca se atrevería, nunca lo haría a pelo, con el pantalón parcialmente bajado a altura de las rodillas, en un asiento cara a los yates que flotan sobre los gemidos del mar. Piensa este joven que sólo un esfuerzo y lo consigue, que ya podría ella poner de su parte, piensa en el almuerzo que tiene mañana en el que se celebra que su novia haya aprobado las oposiciones que convocaba la administración, piensa en que seguro, dada lo incómodo de la posición, tendrá que soportar un desagradable dolor de riñones sin rechistar. Natalie claro está, no ejercita el raciocinio, fuera del tiempo no huele a sexo, tampoco existen sensaciones como la vergüenza o el arrepentimiento. Ni disfruta ni padece. Incrementa la velocidad queriendo acabar cuanto antes, él sonará satisfecho, ella posiblemente deba contener una ráfaga de vomito que le rebosa desde el asco. Quisiera soltar la bilis, empaparle la camisa de líquidos que se mezclaron al igual que cada sábado, nada más intercambiar fluidos bucales el desconocido, que ahora sí, acompasa la respiración y suspira orgulloso.

Rechaza el ofrecimiento de él de acercarla a casa, prefiere pasear y que la brisa le despeje el llanto que retiene allí donde los techos que le cubren el ánimo gotean. Le encantaría que su vida fuera un reality para que los televidentes eligieran en su lugar lo entre una serie de opciones: A) Ingiere una infusión y se acuesta; B) Se citan para una próxima ocasión menos esporádica; C) Da un paso en falso cae al agua sin saber nada, sin querer nadar, y termina en una sala de autopsias con el vientre hinchado y su largo pelo cubierto de algas, modelo Caravaggio. Natalie toma el auricular del teléfono, me llama para decirme que el doctor que sigue su caso ha dado con la tecla, bajo nivel de serotonina, pero me lo cuenta como si la noticia sólo refrendara lo evidente y que para nada fuera a cambiar las cosas. Le han recetado prozac, y le recomiendan que se serene y adecue la rutina a sus preferencias. No le hará caso, ellos qué saben si nunca la sostuvieron entre los brazos ni le susurraron obscenidades al oído, qué saben de curaciones, el remedio no está en sanar sino en convivir como puedas con el dolor. Pese a lo cual me domino. Desearía que probara con la medicina alternativa, pero ella me tiene en consideración como cronista, las píldoras se las proporcionan otros tipos.