domingo, 31 de octubre de 2010

80º- Teatro de marionetas


Soy una nulidad inventando personajes, no los siento ni los comparto, no puedo apropiarme de ellos, entablo un diálogo que termina por confluir en una sordera compartida, ambos –ellos involuntariamente- nos tomamos por personajes que se contraponen, el escritor y su creación, la creación que se resiste a ser un títere en manos de la poderosa muñeca del inventor. Cuando empieces a vivir comprenderás lo superfluo de narrar, el engaño que trasciende a la montonera de palabras y te agarra del cuello y te lo aprieta asfixiándote la mitad de un sueño. Cuando B y M, que son antagonistas del cuento en el que se juran odio infinito, se reconcilian y declarándose en huelga miran al cielo dibujado, a las aves que transmigran entre diferentes escenarios, miran al cielo y levantan un puño maldiciendo al que esté detrás, a mí, a su benefactor, a la mano que mece las circunstancias, a mí, que veo como del papel emergen dos hombrecillos a los que privé de características físicas siguiendo el consejo de Saramago, a mí, que los hice sin maldad, contradictorios como se supone en la teoría que deben ser los rasgos si no quieres que te salpiquen, si no quieren que te queden maniqueos. Me gritan que estoy acabado, que soy un fracaso, uno de esos frustrados que imaginan porque están imposibilitados para llevarse a la práctica, son mis experimentaciones, pequeños monstruos humanos aunque de tamaño diminuto que salen a la realidad para rendir cuentas al creador. Suerte que no tienen objetos afilados con los que amenazarme, en los bolsillos les introduje una brújula a cada uno, un pañuelo negro para abrigar del frío a B, una cartera repleta de billetes y de carnets de identidad a M. Son Kafka matando al padre de un disgusto, son una pesadilla que se niega a pernoctar en el libro de los muertos y que me paraliza, con la que estoy obligado a ceder terreno pues en caso de negarme, me advierten, lo único que me restará por escribir será una carta a mi editor que relate, esforzado en conseguir credulidad, cómo las chinchetas de colores clavadas en el mapa de la narración se volvieron del revés y mostraron su aguja, y mostraron que ante las personas convertidas en literatura más vale que seas precavido.
Los dejo apoyados en los bordes del portátil, alterados, planeando una estratagema que duela, con la que me escarmienten. Voy a beber un trago de agua, a empaparme la cara con lo que salga del grifo, a mirarme en el espejo fumando un cigarrillo, por cerciorarme de que la imagen del reflejo no es un extraño, para escapar a la mirada de estos símbolos de locura o de soledad. Quisiera verterles una cacerola en ebullición por encima, quisiera espantarlos golpeándolos con los dedos como se hace con las canicas, quisiera no haberlos pensando siquiera. Reniego de las figurillas de barro. Quisiera soplarles un huracán o apagarles un cigarrillo en el cogote y prenderles fuego. Y sin embargo no puedo, porque de ellos dependo, y lo saben, y lo usan como baza con la que amedrentarme, y su destrucción conllevaría mi suicidio, y mi definitivo silencio. En las encrucijadas las alternativas tienen sus punzadas de dolor y sus suspiros de alivio, ninguna de ellas va a satisfacerte, tampoco en ninguna de ellas encontrarás eso que llaman paz. Regreso a la mesa de trabajo, donde nadie grita, ni carga odios en la pronunciación de mi nombre, regreso al limbo en el que se abrió una abertura que dejó escapar a los personajes de la jaula de sus vaivenes, miro atentamente la pantalla, el fondo blanco ahora, del que se borraron las acciones que con tanto detalles relaté, el polvo de la página vacía donde danza el puntero intermitente, rogando que le golpee, implorando unas letras que lo hagan útil, que me hagan productivo, que saquen del caos de la mente las palabras desordenadas y las sitúen sobre la calma del monitor que se alimenta de la electricidad de mis dedos, que es el guardián y carcelero de los personajes. Pestañeo y ya no estoy rodeado de un vaso de café, de unas hojas sueltas de pasado, de un cenicero comido de fósforos, pestañeo y estoy en esa fiesta que abandoné porque no me sentí en momento alguno, en esa fiesta, solo, y por lo tanto sin estar, hasta que me corrijan, hasta que un teclear amigo me saque del desdibujo y me ponga tal y como me pienso. Ahora soy L, y entiendo, y comparto con los personajes la ansiedad del atributo extraviado. En un mismo plano de realidad todos cabezas debajo del sol que de Este a Oeste nos adormece, espectadores de un concierto en el que el solista sólo distingue cabelleras y algunos perfiles distraídos, en un plano de partos y abortos, de hoteles malditos, de disfraces, de tantas caras y tan iguales todas, en el plano de las realidades confusas, muy lejos mi condición de escritor, apegado, al fin, a la condición de ser humano, o siendo quisquilloso con las terminologías, raptado y en cautiverio en el centro del vacío, en el que parece- estuve equivocado, rectifico- que lo que abundan son las cosas, eso sí, invisibilizadas, esperando que les den cuerda para echar a rodar.

79º- El día en el que el Nobel fue Vargas Llosa



Al no disponer de televisión, ni de una radio que me tenga al tanto de los avatares del mundo, me enteré a las cinco de la tarde, topándome con la portada del diario en el que el escritor publica puntualmente cada domingo una columna en la que pasa revista a la situación de su continente- que en esencia es el mío, el de nosotros-, notando que el vello del brazo se me erizaba y que sentía unas irrefrenables ganas de exclamar que ya lo dije, lo venía avisando, era imperdonable que el narrador de la crónica sudamericana desengañada no fuese reconocido con el galardón por el que babean los novatos que se ponen una meta, por el galardón que sigue ninguneando a Philip Roth. En la portada, rodeado de texto, una foto, y un titular: Nóbel Vargas Llosa. Y es que siento afinidad ante las opiniones del autor, como él yo abandoné posiciones extremas por otras más equidistantes, quitándome de encima las exacerbadas proclamas de ideales teorizados hasta la extenuación, aunque no comulgue con cierto liberalismo le doy la razón a su realidad en lo esencial, el retiro de lo mundano de la mesa del escribiente, la libertad de no ceñir la idea al mensaje. Así que me felicité porque compartimos lengua y yo también admiro a Flaubert y detesto el populismo de la IV Internacional Bolivariana. Sentí que compartir una lengua es entender la intimidad de los significados, las vivencias de la que todo narrador que se precie hace gala para desentrañar la historia que tiene que contar porque puede y no le resta elección, hacerlo. Se me apareció la efigie de Hugo Chávez cuando- seguro que un presidente electo democráticamente dispone de conexiones de red y de alertas de móvil que le ordenen lo frenético de sus quehaceres- tomando un café se enteró de que el que había declaro ser su encarnizado adversario era ascendido a los altares de la prosa, al panteón de las letras grabadas en oro, acompañando a Coetzee, a Bellow, a Mishima, o al mismo Winston Churchill. La figura descuidada del venezolano, la cabeza apoyada en las manos, quizá llorando, puede que maldiciendo a la totalidad del pueblo sueco, me produjo un hilarante ataque de desenfreno, tal que di saltos por la avenida que se extendía ante mis ojos, mientras la gente que paseaba se abría para cederme paso, asustadas de ese loco que da gritos que no se le entienden, ese loco que para variar hoy tiene algo por lo que alegrarse.

El día que el Nóbel fue Vargas Llosa, fue por lo demás, un día que se salió de los cauces. Al subsiguiente escándalo público lo siguió una detención, seguida de una serie de preguntas de un par de policías municipales, que insistieron en que mi actitud estaba injustificada y que deberían ponerme una multa para que escarmentara, no fuera a ser que cada vez que concedieran un premio literario (desde el Hiperión de Poesía al premio de la Casa de las Américas) yo fuera a montar una algarada que pusiera patas arriba la ciudad. Eso o demostrar que mantenía una relación de amistad con el premiado, en cuyo caso se me exoneraba de culpa dada la cercanía y el consecuente gozo que sentía por la dicha de un amigo. Por supuesto me inventé una historia en la que ambos, el Nóbel peruano y el mentiroso caradura, coincidimos e intercambiamos pareceres y algún que otro tequila en una cantina de mariachis. Historia rocambolesca y que me enrojece al repensarla por ridícula e increíble, pero que cumplió su cometido, salvándome de una multa y rogándome uno de los miembros de la fuerza de seguridad que le rogara al Nóbel que visitara prontamente la ciudad, que acudiera con la excusa de un simposio de escritores paralizados por el trajín de las presentaciones y ruedas de prensa o con la intención de hacerme una visita. Recalcó el policía- alto y desgarbado, de compostura inestable- que cuando el literato viniera, firmara autógrafos y derrochara simpatía, hay que cambiar la visión del escritor hosco y malhumorado por una que lo haga un ciudadano más a pie de calle. Para terminar los trámites, el avispado guardián de la ley- el delgado, el rechoncho cazaba moscas invisibles- me insistió que le firmara un autógrafo en la palma de la mano, en la creencia de que todo aquel que conocía a Vargas Llosa era un genio y que podía presumir de haber sostenido con un miembro de la élite una amena conversación de igual a igual.

El día de Vargas Llosa espero se convierta en festivo para los hablantes de lengua castellana, aunque obligue a canonizar a Aleixandre o a José Cela o a Octavio Paz, todos ellos inmerecidos ocupantes de las adoraciones de los filólogos. San Vargas Llosa, vilipendiado por los pensadores de la progresía, leído noche tras noche en los desvelos de José María Aznar, Vargas Llosa, aquel presidente que se perdió el Perú de Fujimori, el autor de los artículos de la corriente contraria, el que me salvó el día, o al menos la tarde de Octubre del año de la niña mala de 2010, púgil en el cuadrilátero del grupo Prisa soltándole directos a las mandíbulas de los revolucionarios de cartas de racionamiento, Vargas Llosa, pásate por Granada, por la Granada de tu admirador Muñoz Molina, y nos tomamos unas tapas con los policías, que irán vestidos de paisano, y corroboras mi versión de los hechos, tú que eres omnipresente, a la derecha del Atlántico, a la derecha del Pacífico, más a la derecha ¿y qué?

78º- Perspicacias


Sadam Hussein le dijo a uno de sus colaboradores justo antes de aglutinar en torno a sí y sin fisuras el parlamento iraquí en la década de los setenta: Conozco al traidor antes de que él mismo se de cuenta. Premoniciones, deja vu, sensación de haberlo vivido, de conocer la historia y el parlamento de los personajes en la obra que representan y que es anunciada a bombo y platillo como primicia mundial, como haciendo el doblaje desde la platea, el anciano al que llevan al cine a rastras y conforme se abren los títulos de crédito con la presentación inconfundible de la Universal, se levanta y enfila el pasillo hasta la salida repitiéndose que esta película ya la tiene muy vista. Ricardo que aglutina el puré en los bordes del plato, que se levanta para aumentar el volumen del televisor, no le importan los tejemanejes de un diputado con su secretaria arrodillada bajo la mesa de su despacho, no le importa si mancha el mantel o si suena el teléfono y la narradora de la redacción de informativos cubre el timbre y es una llamada urgente, de esas a vida o muerte, en la que te ofrecen un destino en la ciudad soñada con un salario superior, de esas que te anuncian ganador de un sorteo ante notario por el que has sido agraciado con un rutilante juego de cubrecamas, no, Ricardo está en el pozo, sumergido en el autismo de la preocupación, dando vueltas a la cuchara sabedor de que escucha la última conversación a gritos entre sus padres, que ahora pelearán por la custodia y por auto todoterreno, sus papás se van a divorciar y los abogados le tirarán de la lengua intentando que deje en mal lugar a uno de los dos, Ricardo que llora y las gotas le caen de las mejillas, que va a ser objeto de disputa, que se piensa fuente de todos las desdichas, porque no obedece cuando se lo mandan y se acurruca en la complacencia paterna, porque no surtió el efecto deseado en la pareja que apostó los fichas al hijo que ensamblaría las desavenencias y los roces, Ricardo de mayor visitando al psiquiatra con un panel de desorden afectivo severo, queriendo deshacerse del tercer ojo que profetizan los budistas, huérfano de cariño, rico en videncias de las mierdas nuestras de cada día.

A mí, y no me cubro de flores, se me da del carajo preveer. Sigo una metodología diferente de la usada por los estafadores que leen las manos o una bola de cristal, me siento y dejo que el que acude buscando ayuda se explaye, que hable de lo que le preocupa, que diseccione el conocimiento que tiene sobre sí mismo, una vez me he formado a su persona, tengo una idea nítida de cómo actuaría en ciertas circunstancias inverosímiles (entra en bancarrota, le anuncian que padece cáncer de páncreas…), entonces soy el vagón de tercera de un ferrocarril que misteriosamente adquiere una velocidad desproporcionada, la velocidad de la luz, la que lo conduce directo a la estación de tren del futuro, y allí me apeo y le sigo los pasos y veo, y regreso y le explico: pues mira, deberías romper los lazos y viajar, cálzate un zapato cómodo, hazte con una cantimplora y dirígete hacia el norte, a donde el frío mate las bacterias que te infectan y que te están corrompiendo el ánimo. O le digo, serio, convincente: opta por esperar, conocerás a un animal abandonado al que sacarás de la calle, un pobre cachorro que incitará tu instinto maternal, instinto que te orientará en la preferencia, que te va a despejar el camino. He llegado a presumir de ser un adivino pero sin creérmelo, por lo que no monto una consulta que se anuncie en televisión a altas horas de la madrugada, por lo que acudo a los gritos sólo para acrecentar la leyenda, la del escritor que con un índice de probabilidad elevadísimo clava sus predicciones. Si creyese en serio que soy un adelantado, uno de los contados que desmenuzan realidades intangibles, me dedicaría a las apuestas deportivas, iría a canódromos y casinos para hacer saltar la banca, pero no sé, los entramados de la vida humana se me dan bien, llámame charlatán, llámame embaucador.

Francisco rellena el informe y se lo pasa a su superior. Lo ha terminado conforme a los plazos, ha procurado que la redacción fuese liviana, nada de densidades y hermetismos en los trámites burocráticos, y babea imaginando el bizcocho que lo espera en casa, recién sacado del horno, que mojará en una taza de café con dos terrones de azúcar, café ardiente que lo saque del horario laboral. Piensa en ello Francisco cuando le comunican que está citado en el despacho del subdirector que le hablará de un asunto crucial e ineludible, y se amilana y le implora al bizcocho para que lo espere inmaculado en casa sin que sus adorables hijitos lo destrocen a zarpazos. Me contará luego que tenía ahí el pálpito de que lo iban a despedir, por lo que se centró en el manjar hogareño mientras le señalaban con el dedo de la firmeza por haber falseado las cuentas, por el desfalco que había puesto a la empresa en jaque y que diera gracias que no lo denunciaran, de llevarlo a juicio perdería el orgullo y cualquier oferta de trabajo que una compañía del gremio pudiese ofrecerle. Debía para ello firmar unas cláusulas de confidencialidad, en las que la letra mayúscula aclaraba que no le pertenecía indemnización alguna, que le obligarían a comerse el bizcocho con ansiedad, sin unas palabras de elogio hacia la cocinera, mascando la masa como mascan el fracaso los que se habituaron a triunfar. Francisco toma el taco de folios y los engulle, demasiada levadura, muy blandos. La perspicacia innata no le dejaba ver el bosque, ni de paso la jeta del que fuera su jefe y que estupefacto llamaba a su secretaria por el telefonillo para que diera parte a seguridad. Un individuo metalizado y con gafas de sol que sacaba a patadas al empleado que se endulzó el despido con la seguridad del bizcocho que chorrea por el extremo café cargado y oscuro, el empleado que ante lo inminente se resignó y no contrarió al destino intuido, pues de hacerlo ¿acaso lo variaba?