domingo, 26 de septiembre de 2010

76º- Probando, probando


Hoy tostando pan de molde, en la tostadora que me alivia cuando quiero fumar y no cuento con mechero, en la tostadora que guardo en la cocina, junto a vendajes y medicamentos, donde las tijeras y el cortaúñas, en ese espacio libre entre la lavadora y la nevera, recuerdo las veces en las que se me ha calificado de misógino, como Billy Wilder, como Oscar Wilde, como Giacomo Girolamo Casanova. Nunca se es misógino con la mujer que se ama, me dijo aquel mismo que apostilló, nunca se es lo suficientemente misógino para saltear el futurible quebradero de callar las chanzas machistas. Y ese tipo tiene éxito entre el sexo opuesto, y lo ves, allá, ofreciendo su asiento a una dama en el autobús y piensas, menudo bocazas al que no le cunde lo que predica, los misterios abundan, la humanidad no está preparada para que las circunstancias sean todas certezas. Y abre la puerta del copiloto del auto que conduce, con cuidado de que el abrigo de pieles no se le ensucie a la señorita, y exclamas como si a lo que te refieres fuera una evidencia compartida, nada como la intriga del que pasará después. Él que comparado con ella queda a la altura del betún, y sin embargo asentará el amor fogoso en cariño y éste en hábito y formará un ambiente acogedor con la mujer que lo supera en múltiples facetas, que en un concurso a preguntas y respuestas de cultura general lo barrería del tablero. Que sea el elegido no resta inteligencia a la chica, pero te cuestionas que el no ser tú el elegido sí que se la reste, un porvenir que prefiere empequeñecerse al lado de un cabestro antes que tocar lo excelso de la compresión y los piropos aún con el rostro sin maquillar, recién amanecida.

Ayer tostando una rebanada que untaría de mantequilla y mermelada de fresas amargas, pensé en Kavafis y los viajes que nunca realizó. Si quisiéramos acomodar la Odisea a nuestro tiempo reescribámosla pensando que somos Kavafis, a la imprenta mandaríamos un híbrido entre el Ulises de Joyce y el Hombre sin Atributos de Musil. Pensaba a raíz de un concurso de relatos en el que el veredicto del jurado volvía a serme favorable, era el ganador por unanimidad, dada- copio y pego- “la asombrosa capacidad de condensar la narración en un tiempo reducido, de experimentar mientras la linealidad la pasa por la licuadora de las ideas lapidarias, ideas puestas en boca de los muchos que es, de los heterónimos personales en estado de alerta ante una elección de la que quieren ser partícipes. Se le premia la modernidad que conjuga tradición y renovación de las letras y del idioma”. Estaban elogiando algo escrito que giraba en torno al regreso, a la vuelta a los orígenes que se abandonan y se retoman y se enfrentan con la realidad inmutable de los objetos indemnes al cambio. Encumbraban una paradoja, la de que yo, como Kant o Kavafis me resistía a abandonar el hogar. Padecía de agorafobia, hacía del folio una ventana, del bolígrafo un quehacer normal que me permitiera sentir el palpitar de lo que acaecía allá afuera, que midiera la temperatura del asfalto y el vapor de las fábricas. Otorgaban su gracia de jurado a un fingidor que desde las sombras estaba edificando un mundo propio que se pareciera al original, y que por cierto a la vista está, no va desencaminado.

Mañana prepararé el desayuno, la costumbre, ejercitando el intelecto, con un ojo puesto en la cafetera para que no rebose, con el plato preparado para que el pan chamuscado no ensucie la encimera, y repasaré los motivos que pudieron conducir al suicido a David Foster Wallace, a Silvia Plath, al profesor de historia que disfrazado de Pompeyo y gritando loas a la república (los presentes no se ponen de acuerdo sobre a qué república, si a la segunda española, si a la tercera francesa, si a la utópica de Platón, sobre si al periodo republicano que duró siglos en la antigua Roma). El suicidio como una de las bellas artes, el suicidio- musitaré- salida que toman los valientes a los que despojaron de las armas con las que defenderse y de las insignias que la vida les tatuó en el pecho, encima de la pezón izquierdo al modo en que se llenan de cargos los oficiales del ejército. El suicida que se condena al infierno y a un enterramiento en las lindes del cementerio, que renuncia a ser recibido por San Pedro. En concreto, el suicidio de los escritores, la causa de muerte más común entre ellos en dura pugna con el abuso de la bebida, los escritores a los que el plumero se les fue al suelo y esparcieron su testamento por el piso con la planta del pie, legando sus manuscritos a un cazador de estrellas truncadas; los suicidios en masa de talleres literarios que quieren imitar a Mario Sa- Carneiro y alquilan una planta de hotel en París y calculan las señales de los relojes para dispararse en camaradería, todos juntos, el cielo de la boca; los novelistas a los que las presiones del editor ante el vencimiento del plazo de entrega los paraliza, y mudos no les queda más que irse con la frustración por ahí, a la sección de esquelas de las revistas especializadas y escasamente leídas. Algo de lo que pienso es evidente, los escritores declinan y abandonan ya que desayunan galletas, con una tostadora a uno jamás se le agotan las ideas, o sí, y mi pensamiento insulta al sentido común y únicamente emite disparates e intuiciones erradas. Pero es temprano para que cunda el desánimo, cuando tome el café y mordisquee el borde del pan de molde, espero que como suele suceder, la niebla ya se habrá disipado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario