domingo, 31 de octubre de 2010

79º- El día en el que el Nobel fue Vargas Llosa



Al no disponer de televisión, ni de una radio que me tenga al tanto de los avatares del mundo, me enteré a las cinco de la tarde, topándome con la portada del diario en el que el escritor publica puntualmente cada domingo una columna en la que pasa revista a la situación de su continente- que en esencia es el mío, el de nosotros-, notando que el vello del brazo se me erizaba y que sentía unas irrefrenables ganas de exclamar que ya lo dije, lo venía avisando, era imperdonable que el narrador de la crónica sudamericana desengañada no fuese reconocido con el galardón por el que babean los novatos que se ponen una meta, por el galardón que sigue ninguneando a Philip Roth. En la portada, rodeado de texto, una foto, y un titular: Nóbel Vargas Llosa. Y es que siento afinidad ante las opiniones del autor, como él yo abandoné posiciones extremas por otras más equidistantes, quitándome de encima las exacerbadas proclamas de ideales teorizados hasta la extenuación, aunque no comulgue con cierto liberalismo le doy la razón a su realidad en lo esencial, el retiro de lo mundano de la mesa del escribiente, la libertad de no ceñir la idea al mensaje. Así que me felicité porque compartimos lengua y yo también admiro a Flaubert y detesto el populismo de la IV Internacional Bolivariana. Sentí que compartir una lengua es entender la intimidad de los significados, las vivencias de la que todo narrador que se precie hace gala para desentrañar la historia que tiene que contar porque puede y no le resta elección, hacerlo. Se me apareció la efigie de Hugo Chávez cuando- seguro que un presidente electo democráticamente dispone de conexiones de red y de alertas de móvil que le ordenen lo frenético de sus quehaceres- tomando un café se enteró de que el que había declaro ser su encarnizado adversario era ascendido a los altares de la prosa, al panteón de las letras grabadas en oro, acompañando a Coetzee, a Bellow, a Mishima, o al mismo Winston Churchill. La figura descuidada del venezolano, la cabeza apoyada en las manos, quizá llorando, puede que maldiciendo a la totalidad del pueblo sueco, me produjo un hilarante ataque de desenfreno, tal que di saltos por la avenida que se extendía ante mis ojos, mientras la gente que paseaba se abría para cederme paso, asustadas de ese loco que da gritos que no se le entienden, ese loco que para variar hoy tiene algo por lo que alegrarse.

El día que el Nóbel fue Vargas Llosa, fue por lo demás, un día que se salió de los cauces. Al subsiguiente escándalo público lo siguió una detención, seguida de una serie de preguntas de un par de policías municipales, que insistieron en que mi actitud estaba injustificada y que deberían ponerme una multa para que escarmentara, no fuera a ser que cada vez que concedieran un premio literario (desde el Hiperión de Poesía al premio de la Casa de las Américas) yo fuera a montar una algarada que pusiera patas arriba la ciudad. Eso o demostrar que mantenía una relación de amistad con el premiado, en cuyo caso se me exoneraba de culpa dada la cercanía y el consecuente gozo que sentía por la dicha de un amigo. Por supuesto me inventé una historia en la que ambos, el Nóbel peruano y el mentiroso caradura, coincidimos e intercambiamos pareceres y algún que otro tequila en una cantina de mariachis. Historia rocambolesca y que me enrojece al repensarla por ridícula e increíble, pero que cumplió su cometido, salvándome de una multa y rogándome uno de los miembros de la fuerza de seguridad que le rogara al Nóbel que visitara prontamente la ciudad, que acudiera con la excusa de un simposio de escritores paralizados por el trajín de las presentaciones y ruedas de prensa o con la intención de hacerme una visita. Recalcó el policía- alto y desgarbado, de compostura inestable- que cuando el literato viniera, firmara autógrafos y derrochara simpatía, hay que cambiar la visión del escritor hosco y malhumorado por una que lo haga un ciudadano más a pie de calle. Para terminar los trámites, el avispado guardián de la ley- el delgado, el rechoncho cazaba moscas invisibles- me insistió que le firmara un autógrafo en la palma de la mano, en la creencia de que todo aquel que conocía a Vargas Llosa era un genio y que podía presumir de haber sostenido con un miembro de la élite una amena conversación de igual a igual.

El día de Vargas Llosa espero se convierta en festivo para los hablantes de lengua castellana, aunque obligue a canonizar a Aleixandre o a José Cela o a Octavio Paz, todos ellos inmerecidos ocupantes de las adoraciones de los filólogos. San Vargas Llosa, vilipendiado por los pensadores de la progresía, leído noche tras noche en los desvelos de José María Aznar, Vargas Llosa, aquel presidente que se perdió el Perú de Fujimori, el autor de los artículos de la corriente contraria, el que me salvó el día, o al menos la tarde de Octubre del año de la niña mala de 2010, púgil en el cuadrilátero del grupo Prisa soltándole directos a las mandíbulas de los revolucionarios de cartas de racionamiento, Vargas Llosa, pásate por Granada, por la Granada de tu admirador Muñoz Molina, y nos tomamos unas tapas con los policías, que irán vestidos de paisano, y corroboras mi versión de los hechos, tú que eres omnipresente, a la derecha del Atlántico, a la derecha del Pacífico, más a la derecha ¿y qué?

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