domingo, 24 de febrero de 2013

Nostalgia

¿A qué poco meditado placer se debe que, en las películas o novelas, ciertos asesinos regresen al lugar del crimen poniéndose en peligro? ¿Qué motiva ese comportamiento tan humano -demasiado- de reincidir constantemente pese a que prometimos no volver a hacerlo? ¿Será cierto que nos tientan los precipicios porque en los sueños caer al vacío significa despertar y seguir vivo como si tal cosa? Una reflexión se me viene a la cabeza, la oí durante esta semana pasada: hay dos tipos de robos, los que salen bien y los que dejan algún testigo. Incluso yo estoy llamado a veces a recular sobre mis pasos y volver a un punto sobre el que una vez estuvo mi huella aunque el tiempo la borrara. Dejé esta ventana al mundo cerrada, pero no tapié la parede y ahora me doy cuenta de que puedo descorrer las cortinas y abrirla de par en par. Olfateo el aire de afuera y me sabe distinto, como a golosina. He recordado el aroma cuando he tenido tiempo y voluntad para detenerme y girarme sobre mí mismo de manera cartesiana: ahora soy porque sé con certeza que existo.
Tengo que advertir, frente a pensamientos morbosos, que no estoy enfermo de nostalgia, la peor de las enfermedades, incurable. Y lo sé porque he pensado sobre ello y entiendo la situación: la vida no se vertebra a través de hitos o de acontecimientos, sino que depende de distintos ritmos, veloces, ralentizados, a ritmo de crucero... Tú aceleras o pisas el freno según te apetezca (y te convenga). El presente nunca queda estacionado en un párking, al igual que el pasado no se puede sacar del fondo de armario como si se tratara de ropa de temporada, de ninguna manera. Transcurre nuestro tiempo incandescente, sin ligazón con el ayer, intuyendo un futuro falseado pero que sirve para esperanzarnos. Bajo esta realidad que pisamos subyacen memorias y proyectos, pero más vale desengañarse pronto a sufrir los efectos devastadores de la ingenuidad: a lo único que estamos abocados es al desconocimiento.
Pero dejaré de divagar para centrarme en la carretera y proseguir con la conducción de mi narración. ¿Por qué vuelvo? Principalmente porque he decidido bajarme de la nave y pisar tierra firme, aunque ésta sea un territorio formado por confesiónes/disgresiónes. La multicausalidad me ha empujado a este hueco que conecta infinitos mundos para murmurarle algo que, todavía, no sé exactamente qué es ni qué significa. Estoy al tanto del riesgo que supone abrazarse a la nostalgia como a un oso de peluche que impasible no te corresponde los sentimientos. Sé que este monólogo discursivo prolongado me será devuelto por ese espejo que refleja angustias que es la pantalla del ordenador apagada cuando vuelva a no tener nada que valga la pena decirse. Lo sé, y no me importa. Emito una serie de sonidos guturales, parecidos a los de un bebé o a los de un animal cualquiera. No temo renacer cíclicamente como otro. Estoy satisfecho de volverme a conocer.

domingo, 31 de octubre de 2010

80º- Teatro de marionetas


Soy una nulidad inventando personajes, no los siento ni los comparto, no puedo apropiarme de ellos, entablo un diálogo que termina por confluir en una sordera compartida, ambos –ellos involuntariamente- nos tomamos por personajes que se contraponen, el escritor y su creación, la creación que se resiste a ser un títere en manos de la poderosa muñeca del inventor. Cuando empieces a vivir comprenderás lo superfluo de narrar, el engaño que trasciende a la montonera de palabras y te agarra del cuello y te lo aprieta asfixiándote la mitad de un sueño. Cuando B y M, que son antagonistas del cuento en el que se juran odio infinito, se reconcilian y declarándose en huelga miran al cielo dibujado, a las aves que transmigran entre diferentes escenarios, miran al cielo y levantan un puño maldiciendo al que esté detrás, a mí, a su benefactor, a la mano que mece las circunstancias, a mí, que veo como del papel emergen dos hombrecillos a los que privé de características físicas siguiendo el consejo de Saramago, a mí, que los hice sin maldad, contradictorios como se supone en la teoría que deben ser los rasgos si no quieres que te salpiquen, si no quieren que te queden maniqueos. Me gritan que estoy acabado, que soy un fracaso, uno de esos frustrados que imaginan porque están imposibilitados para llevarse a la práctica, son mis experimentaciones, pequeños monstruos humanos aunque de tamaño diminuto que salen a la realidad para rendir cuentas al creador. Suerte que no tienen objetos afilados con los que amenazarme, en los bolsillos les introduje una brújula a cada uno, un pañuelo negro para abrigar del frío a B, una cartera repleta de billetes y de carnets de identidad a M. Son Kafka matando al padre de un disgusto, son una pesadilla que se niega a pernoctar en el libro de los muertos y que me paraliza, con la que estoy obligado a ceder terreno pues en caso de negarme, me advierten, lo único que me restará por escribir será una carta a mi editor que relate, esforzado en conseguir credulidad, cómo las chinchetas de colores clavadas en el mapa de la narración se volvieron del revés y mostraron su aguja, y mostraron que ante las personas convertidas en literatura más vale que seas precavido.
Los dejo apoyados en los bordes del portátil, alterados, planeando una estratagema que duela, con la que me escarmienten. Voy a beber un trago de agua, a empaparme la cara con lo que salga del grifo, a mirarme en el espejo fumando un cigarrillo, por cerciorarme de que la imagen del reflejo no es un extraño, para escapar a la mirada de estos símbolos de locura o de soledad. Quisiera verterles una cacerola en ebullición por encima, quisiera espantarlos golpeándolos con los dedos como se hace con las canicas, quisiera no haberlos pensando siquiera. Reniego de las figurillas de barro. Quisiera soplarles un huracán o apagarles un cigarrillo en el cogote y prenderles fuego. Y sin embargo no puedo, porque de ellos dependo, y lo saben, y lo usan como baza con la que amedrentarme, y su destrucción conllevaría mi suicidio, y mi definitivo silencio. En las encrucijadas las alternativas tienen sus punzadas de dolor y sus suspiros de alivio, ninguna de ellas va a satisfacerte, tampoco en ninguna de ellas encontrarás eso que llaman paz. Regreso a la mesa de trabajo, donde nadie grita, ni carga odios en la pronunciación de mi nombre, regreso al limbo en el que se abrió una abertura que dejó escapar a los personajes de la jaula de sus vaivenes, miro atentamente la pantalla, el fondo blanco ahora, del que se borraron las acciones que con tanto detalles relaté, el polvo de la página vacía donde danza el puntero intermitente, rogando que le golpee, implorando unas letras que lo hagan útil, que me hagan productivo, que saquen del caos de la mente las palabras desordenadas y las sitúen sobre la calma del monitor que se alimenta de la electricidad de mis dedos, que es el guardián y carcelero de los personajes. Pestañeo y ya no estoy rodeado de un vaso de café, de unas hojas sueltas de pasado, de un cenicero comido de fósforos, pestañeo y estoy en esa fiesta que abandoné porque no me sentí en momento alguno, en esa fiesta, solo, y por lo tanto sin estar, hasta que me corrijan, hasta que un teclear amigo me saque del desdibujo y me ponga tal y como me pienso. Ahora soy L, y entiendo, y comparto con los personajes la ansiedad del atributo extraviado. En un mismo plano de realidad todos cabezas debajo del sol que de Este a Oeste nos adormece, espectadores de un concierto en el que el solista sólo distingue cabelleras y algunos perfiles distraídos, en un plano de partos y abortos, de hoteles malditos, de disfraces, de tantas caras y tan iguales todas, en el plano de las realidades confusas, muy lejos mi condición de escritor, apegado, al fin, a la condición de ser humano, o siendo quisquilloso con las terminologías, raptado y en cautiverio en el centro del vacío, en el que parece- estuve equivocado, rectifico- que lo que abundan son las cosas, eso sí, invisibilizadas, esperando que les den cuerda para echar a rodar.

79º- El día en el que el Nobel fue Vargas Llosa



Al no disponer de televisión, ni de una radio que me tenga al tanto de los avatares del mundo, me enteré a las cinco de la tarde, topándome con la portada del diario en el que el escritor publica puntualmente cada domingo una columna en la que pasa revista a la situación de su continente- que en esencia es el mío, el de nosotros-, notando que el vello del brazo se me erizaba y que sentía unas irrefrenables ganas de exclamar que ya lo dije, lo venía avisando, era imperdonable que el narrador de la crónica sudamericana desengañada no fuese reconocido con el galardón por el que babean los novatos que se ponen una meta, por el galardón que sigue ninguneando a Philip Roth. En la portada, rodeado de texto, una foto, y un titular: Nóbel Vargas Llosa. Y es que siento afinidad ante las opiniones del autor, como él yo abandoné posiciones extremas por otras más equidistantes, quitándome de encima las exacerbadas proclamas de ideales teorizados hasta la extenuación, aunque no comulgue con cierto liberalismo le doy la razón a su realidad en lo esencial, el retiro de lo mundano de la mesa del escribiente, la libertad de no ceñir la idea al mensaje. Así que me felicité porque compartimos lengua y yo también admiro a Flaubert y detesto el populismo de la IV Internacional Bolivariana. Sentí que compartir una lengua es entender la intimidad de los significados, las vivencias de la que todo narrador que se precie hace gala para desentrañar la historia que tiene que contar porque puede y no le resta elección, hacerlo. Se me apareció la efigie de Hugo Chávez cuando- seguro que un presidente electo democráticamente dispone de conexiones de red y de alertas de móvil que le ordenen lo frenético de sus quehaceres- tomando un café se enteró de que el que había declaro ser su encarnizado adversario era ascendido a los altares de la prosa, al panteón de las letras grabadas en oro, acompañando a Coetzee, a Bellow, a Mishima, o al mismo Winston Churchill. La figura descuidada del venezolano, la cabeza apoyada en las manos, quizá llorando, puede que maldiciendo a la totalidad del pueblo sueco, me produjo un hilarante ataque de desenfreno, tal que di saltos por la avenida que se extendía ante mis ojos, mientras la gente que paseaba se abría para cederme paso, asustadas de ese loco que da gritos que no se le entienden, ese loco que para variar hoy tiene algo por lo que alegrarse.

El día que el Nóbel fue Vargas Llosa, fue por lo demás, un día que se salió de los cauces. Al subsiguiente escándalo público lo siguió una detención, seguida de una serie de preguntas de un par de policías municipales, que insistieron en que mi actitud estaba injustificada y que deberían ponerme una multa para que escarmentara, no fuera a ser que cada vez que concedieran un premio literario (desde el Hiperión de Poesía al premio de la Casa de las Américas) yo fuera a montar una algarada que pusiera patas arriba la ciudad. Eso o demostrar que mantenía una relación de amistad con el premiado, en cuyo caso se me exoneraba de culpa dada la cercanía y el consecuente gozo que sentía por la dicha de un amigo. Por supuesto me inventé una historia en la que ambos, el Nóbel peruano y el mentiroso caradura, coincidimos e intercambiamos pareceres y algún que otro tequila en una cantina de mariachis. Historia rocambolesca y que me enrojece al repensarla por ridícula e increíble, pero que cumplió su cometido, salvándome de una multa y rogándome uno de los miembros de la fuerza de seguridad que le rogara al Nóbel que visitara prontamente la ciudad, que acudiera con la excusa de un simposio de escritores paralizados por el trajín de las presentaciones y ruedas de prensa o con la intención de hacerme una visita. Recalcó el policía- alto y desgarbado, de compostura inestable- que cuando el literato viniera, firmara autógrafos y derrochara simpatía, hay que cambiar la visión del escritor hosco y malhumorado por una que lo haga un ciudadano más a pie de calle. Para terminar los trámites, el avispado guardián de la ley- el delgado, el rechoncho cazaba moscas invisibles- me insistió que le firmara un autógrafo en la palma de la mano, en la creencia de que todo aquel que conocía a Vargas Llosa era un genio y que podía presumir de haber sostenido con un miembro de la élite una amena conversación de igual a igual.

El día de Vargas Llosa espero se convierta en festivo para los hablantes de lengua castellana, aunque obligue a canonizar a Aleixandre o a José Cela o a Octavio Paz, todos ellos inmerecidos ocupantes de las adoraciones de los filólogos. San Vargas Llosa, vilipendiado por los pensadores de la progresía, leído noche tras noche en los desvelos de José María Aznar, Vargas Llosa, aquel presidente que se perdió el Perú de Fujimori, el autor de los artículos de la corriente contraria, el que me salvó el día, o al menos la tarde de Octubre del año de la niña mala de 2010, púgil en el cuadrilátero del grupo Prisa soltándole directos a las mandíbulas de los revolucionarios de cartas de racionamiento, Vargas Llosa, pásate por Granada, por la Granada de tu admirador Muñoz Molina, y nos tomamos unas tapas con los policías, que irán vestidos de paisano, y corroboras mi versión de los hechos, tú que eres omnipresente, a la derecha del Atlántico, a la derecha del Pacífico, más a la derecha ¿y qué?

78º- Perspicacias


Sadam Hussein le dijo a uno de sus colaboradores justo antes de aglutinar en torno a sí y sin fisuras el parlamento iraquí en la década de los setenta: Conozco al traidor antes de que él mismo se de cuenta. Premoniciones, deja vu, sensación de haberlo vivido, de conocer la historia y el parlamento de los personajes en la obra que representan y que es anunciada a bombo y platillo como primicia mundial, como haciendo el doblaje desde la platea, el anciano al que llevan al cine a rastras y conforme se abren los títulos de crédito con la presentación inconfundible de la Universal, se levanta y enfila el pasillo hasta la salida repitiéndose que esta película ya la tiene muy vista. Ricardo que aglutina el puré en los bordes del plato, que se levanta para aumentar el volumen del televisor, no le importan los tejemanejes de un diputado con su secretaria arrodillada bajo la mesa de su despacho, no le importa si mancha el mantel o si suena el teléfono y la narradora de la redacción de informativos cubre el timbre y es una llamada urgente, de esas a vida o muerte, en la que te ofrecen un destino en la ciudad soñada con un salario superior, de esas que te anuncian ganador de un sorteo ante notario por el que has sido agraciado con un rutilante juego de cubrecamas, no, Ricardo está en el pozo, sumergido en el autismo de la preocupación, dando vueltas a la cuchara sabedor de que escucha la última conversación a gritos entre sus padres, que ahora pelearán por la custodia y por auto todoterreno, sus papás se van a divorciar y los abogados le tirarán de la lengua intentando que deje en mal lugar a uno de los dos, Ricardo que llora y las gotas le caen de las mejillas, que va a ser objeto de disputa, que se piensa fuente de todos las desdichas, porque no obedece cuando se lo mandan y se acurruca en la complacencia paterna, porque no surtió el efecto deseado en la pareja que apostó los fichas al hijo que ensamblaría las desavenencias y los roces, Ricardo de mayor visitando al psiquiatra con un panel de desorden afectivo severo, queriendo deshacerse del tercer ojo que profetizan los budistas, huérfano de cariño, rico en videncias de las mierdas nuestras de cada día.

A mí, y no me cubro de flores, se me da del carajo preveer. Sigo una metodología diferente de la usada por los estafadores que leen las manos o una bola de cristal, me siento y dejo que el que acude buscando ayuda se explaye, que hable de lo que le preocupa, que diseccione el conocimiento que tiene sobre sí mismo, una vez me he formado a su persona, tengo una idea nítida de cómo actuaría en ciertas circunstancias inverosímiles (entra en bancarrota, le anuncian que padece cáncer de páncreas…), entonces soy el vagón de tercera de un ferrocarril que misteriosamente adquiere una velocidad desproporcionada, la velocidad de la luz, la que lo conduce directo a la estación de tren del futuro, y allí me apeo y le sigo los pasos y veo, y regreso y le explico: pues mira, deberías romper los lazos y viajar, cálzate un zapato cómodo, hazte con una cantimplora y dirígete hacia el norte, a donde el frío mate las bacterias que te infectan y que te están corrompiendo el ánimo. O le digo, serio, convincente: opta por esperar, conocerás a un animal abandonado al que sacarás de la calle, un pobre cachorro que incitará tu instinto maternal, instinto que te orientará en la preferencia, que te va a despejar el camino. He llegado a presumir de ser un adivino pero sin creérmelo, por lo que no monto una consulta que se anuncie en televisión a altas horas de la madrugada, por lo que acudo a los gritos sólo para acrecentar la leyenda, la del escritor que con un índice de probabilidad elevadísimo clava sus predicciones. Si creyese en serio que soy un adelantado, uno de los contados que desmenuzan realidades intangibles, me dedicaría a las apuestas deportivas, iría a canódromos y casinos para hacer saltar la banca, pero no sé, los entramados de la vida humana se me dan bien, llámame charlatán, llámame embaucador.

Francisco rellena el informe y se lo pasa a su superior. Lo ha terminado conforme a los plazos, ha procurado que la redacción fuese liviana, nada de densidades y hermetismos en los trámites burocráticos, y babea imaginando el bizcocho que lo espera en casa, recién sacado del horno, que mojará en una taza de café con dos terrones de azúcar, café ardiente que lo saque del horario laboral. Piensa en ello Francisco cuando le comunican que está citado en el despacho del subdirector que le hablará de un asunto crucial e ineludible, y se amilana y le implora al bizcocho para que lo espere inmaculado en casa sin que sus adorables hijitos lo destrocen a zarpazos. Me contará luego que tenía ahí el pálpito de que lo iban a despedir, por lo que se centró en el manjar hogareño mientras le señalaban con el dedo de la firmeza por haber falseado las cuentas, por el desfalco que había puesto a la empresa en jaque y que diera gracias que no lo denunciaran, de llevarlo a juicio perdería el orgullo y cualquier oferta de trabajo que una compañía del gremio pudiese ofrecerle. Debía para ello firmar unas cláusulas de confidencialidad, en las que la letra mayúscula aclaraba que no le pertenecía indemnización alguna, que le obligarían a comerse el bizcocho con ansiedad, sin unas palabras de elogio hacia la cocinera, mascando la masa como mascan el fracaso los que se habituaron a triunfar. Francisco toma el taco de folios y los engulle, demasiada levadura, muy blandos. La perspicacia innata no le dejaba ver el bosque, ni de paso la jeta del que fuera su jefe y que estupefacto llamaba a su secretaria por el telefonillo para que diera parte a seguridad. Un individuo metalizado y con gafas de sol que sacaba a patadas al empleado que se endulzó el despido con la seguridad del bizcocho que chorrea por el extremo café cargado y oscuro, el empleado que ante lo inminente se resignó y no contrarió al destino intuido, pues de hacerlo ¿acaso lo variaba?

domingo, 26 de septiembre de 2010

77º- Je t´aime... ma non plus


Confieso que he amado. Manejo un monovolumen con un disco de Serge Gainsbourg sonándole al sufrimiento compartido, manejo la situación cargado de ojeras, manejo y quisiera dar un volantazo y salirme de la carretera, pero no me dejo. He susurrado en oídos como escaleras de caracol, en tímpanos cargados de sensibilidad ante las palabras amables, ante los tonos que propicia el cariño, le susurro ahora a la ventanilla a medio bajar por la que expulso las cenizas ya gastadas y que de a poco van acercándome al filtro, le gasto a las intenciones su significado y al amor una broma, parloteo para una cinta grabadora, amarrado a la conducción, con un doble en el retrovisor que me persigue y al que quisiera driblar escapando de su ámbito de visión, sumergido en las luces de neón, en los carteles que parpadean cual es el límite existencial de la carrera, apresurado a ninguna parte, tampoco hay a donde ir. He amado a hembras que torcían la percha y bamboleaban los hombros y se dejaban caer el amarre del sujetador con la destreza de un David Copperfield que se desata las cuerdas observándolas fijamente, sin trampas. He naufragado en costillas mástiles de bergantines, brújulas en medio de una tormenta que ladeaba la popa y mojaba los cabellos de los contramaestres de proa que intentaban equilibrar el peso de la carga para no ahogar la travesía, costillas a las que ni un vegetariano osaría resistirse. Me han embrujado pupilas que se estrechaban en los bordes, que formaban la perfección de un agujero de gusano o de una atracción de parque acuático que te mantiene a oscuras cayendo hasta el golpe de luz, les he rogado que no me desviaran a la buhardilla que tiene toda pupila, pupilas nacidas de una resistencia prolongada a las sombras, a los fantasmas de las historias apasionadas de las novelas rosa, pupilas que vieron únicamente aquello que no las rebajase a un adjetivo que anteceda a esplendoroso. He querido imposibles, y me he conformado con lo contractual de asaltar sábanas de hotel derramando en ellas champagne, felicidad, derramando lamentos cuando el servicio de habitaciones te advierte de que es momento de reinsertarse en el mundo. He amado las protuberancias y las simas del sujeto que enterraba la depresión en el sulfuro, los padecimientos cotidianos sumergidos en el Triángulo de las Bermudas, colgando- Cary Grant mortificando sus talones- de la comisura de tus labios que se negaban a darme un teléfono de contacto, una cita suspendida en el recuerdo de gigante filmada en contrapicado que me quedaba junto al tapón del corcho, pruebas, fetiches de un coito desmitificado, prueba de que te quise apoyada en la almohada, acompasando el resuello, de que te querré chica de una noche.

Suponer la pasión como un segmento, el camino del prostíbulo a casa de mamá que prepara la cena, macarrones gratinados; la senda de los drogadictos que pinchan brazos y pinchan a los turistas con una uña larga y sucia que se siente igual el filo de un cuchillo; el amor que civiliza a legendarios indomables que caen rendidos ante la llamada de un perfume que desprende cerezas de primavera del tamaño de ciruelas, que lame entre se postran y glorifican y salmodian el empeine que les está vedado lamer, porque es cosa pervertida y la domadora lleva el látigo precisamente para estas situaciones en las que los amantes se toman la licencia cruzando lo permitido; el amor a una declaración de infinito caída en el olvido de la infidelidad o del aburrimiento de las tazas de café que saben a pintalabios marchito, a licorería de sillón y documental de ornitorrinco; el amor en una expresión tomada al azar, en la carrerilla que toma una lanzadora de pértiga, que se clava aquí- señalas- en el corazón, un embuste que apetece exprimir, sacarle el jugo a la devoción del otro, a los lisonjeras carantoñas e intimidades que compartís viendo de amanecer a la ciudad plagada de turistas, Turín, Frankfurt, Marsella, la ciudad de la que se evaporan frases tipo: “debimos conocernos en circunstancias que nos fueran favorables y no a destiempo” “lo que suceda en estos días lo dejaremos olvidado en recepción, que el custodio sea el botones de la entrada, que la caja fuerte sea de máxima seguridad” “lo siento pero ha terminado como terminan las series de televisión que enganchan temporada tras temporada, y el brusco viraje del guión no permitía continuar, hemos clausurado y las reposiciones las pasará el remordimiento a menudo, a altas horas de la madrugada”. He amado y querido y deseado, he sido el instinto sumergido en una bañera en la que la camada de gatitos fue reducida, he renunciado a los sentidos, Walt Whitman asexuado, he llorado eyaculando sin que se notase, he sido tachado de indecente, de obseso en el querer, de posesivo. Pero no más, me confieso, si la producción de Goya se engrandece al cercenarse parte del sentido auditivo, si Melville compone a un mudo e inepto y es la referencia aun así pasen cien años, renuncio a los sentidos, me amputaré la yema de los dedos que me descubrían el altiplano de las pieles de desconocidas que anhelaban que las conocieran, me cortaré la lengua rasgando la posibilidad del beso de tornillo, me castraré si fuera necesario para conducir por entre las imágenes siendo diferente, reviviendo diferente los habituales contrapostos, las rutas de las líneas de las manos que colisionaban, conducidas por el envejecimiento, contra una pared marmórea en la que hay un graffiti dibujado en amarillo nicotina: Yo, tampoco.

76º- Probando, probando


Hoy tostando pan de molde, en la tostadora que me alivia cuando quiero fumar y no cuento con mechero, en la tostadora que guardo en la cocina, junto a vendajes y medicamentos, donde las tijeras y el cortaúñas, en ese espacio libre entre la lavadora y la nevera, recuerdo las veces en las que se me ha calificado de misógino, como Billy Wilder, como Oscar Wilde, como Giacomo Girolamo Casanova. Nunca se es misógino con la mujer que se ama, me dijo aquel mismo que apostilló, nunca se es lo suficientemente misógino para saltear el futurible quebradero de callar las chanzas machistas. Y ese tipo tiene éxito entre el sexo opuesto, y lo ves, allá, ofreciendo su asiento a una dama en el autobús y piensas, menudo bocazas al que no le cunde lo que predica, los misterios abundan, la humanidad no está preparada para que las circunstancias sean todas certezas. Y abre la puerta del copiloto del auto que conduce, con cuidado de que el abrigo de pieles no se le ensucie a la señorita, y exclamas como si a lo que te refieres fuera una evidencia compartida, nada como la intriga del que pasará después. Él que comparado con ella queda a la altura del betún, y sin embargo asentará el amor fogoso en cariño y éste en hábito y formará un ambiente acogedor con la mujer que lo supera en múltiples facetas, que en un concurso a preguntas y respuestas de cultura general lo barrería del tablero. Que sea el elegido no resta inteligencia a la chica, pero te cuestionas que el no ser tú el elegido sí que se la reste, un porvenir que prefiere empequeñecerse al lado de un cabestro antes que tocar lo excelso de la compresión y los piropos aún con el rostro sin maquillar, recién amanecida.

Ayer tostando una rebanada que untaría de mantequilla y mermelada de fresas amargas, pensé en Kavafis y los viajes que nunca realizó. Si quisiéramos acomodar la Odisea a nuestro tiempo reescribámosla pensando que somos Kavafis, a la imprenta mandaríamos un híbrido entre el Ulises de Joyce y el Hombre sin Atributos de Musil. Pensaba a raíz de un concurso de relatos en el que el veredicto del jurado volvía a serme favorable, era el ganador por unanimidad, dada- copio y pego- “la asombrosa capacidad de condensar la narración en un tiempo reducido, de experimentar mientras la linealidad la pasa por la licuadora de las ideas lapidarias, ideas puestas en boca de los muchos que es, de los heterónimos personales en estado de alerta ante una elección de la que quieren ser partícipes. Se le premia la modernidad que conjuga tradición y renovación de las letras y del idioma”. Estaban elogiando algo escrito que giraba en torno al regreso, a la vuelta a los orígenes que se abandonan y se retoman y se enfrentan con la realidad inmutable de los objetos indemnes al cambio. Encumbraban una paradoja, la de que yo, como Kant o Kavafis me resistía a abandonar el hogar. Padecía de agorafobia, hacía del folio una ventana, del bolígrafo un quehacer normal que me permitiera sentir el palpitar de lo que acaecía allá afuera, que midiera la temperatura del asfalto y el vapor de las fábricas. Otorgaban su gracia de jurado a un fingidor que desde las sombras estaba edificando un mundo propio que se pareciera al original, y que por cierto a la vista está, no va desencaminado.

Mañana prepararé el desayuno, la costumbre, ejercitando el intelecto, con un ojo puesto en la cafetera para que no rebose, con el plato preparado para que el pan chamuscado no ensucie la encimera, y repasaré los motivos que pudieron conducir al suicido a David Foster Wallace, a Silvia Plath, al profesor de historia que disfrazado de Pompeyo y gritando loas a la república (los presentes no se ponen de acuerdo sobre a qué república, si a la segunda española, si a la tercera francesa, si a la utópica de Platón, sobre si al periodo republicano que duró siglos en la antigua Roma). El suicidio como una de las bellas artes, el suicidio- musitaré- salida que toman los valientes a los que despojaron de las armas con las que defenderse y de las insignias que la vida les tatuó en el pecho, encima de la pezón izquierdo al modo en que se llenan de cargos los oficiales del ejército. El suicida que se condena al infierno y a un enterramiento en las lindes del cementerio, que renuncia a ser recibido por San Pedro. En concreto, el suicidio de los escritores, la causa de muerte más común entre ellos en dura pugna con el abuso de la bebida, los escritores a los que el plumero se les fue al suelo y esparcieron su testamento por el piso con la planta del pie, legando sus manuscritos a un cazador de estrellas truncadas; los suicidios en masa de talleres literarios que quieren imitar a Mario Sa- Carneiro y alquilan una planta de hotel en París y calculan las señales de los relojes para dispararse en camaradería, todos juntos, el cielo de la boca; los novelistas a los que las presiones del editor ante el vencimiento del plazo de entrega los paraliza, y mudos no les queda más que irse con la frustración por ahí, a la sección de esquelas de las revistas especializadas y escasamente leídas. Algo de lo que pienso es evidente, los escritores declinan y abandonan ya que desayunan galletas, con una tostadora a uno jamás se le agotan las ideas, o sí, y mi pensamiento insulta al sentido común y únicamente emite disparates e intuiciones erradas. Pero es temprano para que cunda el desánimo, cuando tome el café y mordisquee el borde del pan de molde, espero que como suele suceder, la niebla ya se habrá disipado.

75º- Aborten


Aborten, grita por un Walkie- Talkie el general soviético sobradamente condecorado, a bordo de un acorazado que surca las aguas del Caribe. Aborten, implora el jefe de obra a los de abajo, a los peones de albañilería que dirigen sus miradas conjuntas al cielo y perciben los manos que insisten en negativo del que maneja la grúa que ha perdido el rumbo y danza un bloque de cemento que pesa toneladas sobre las cabezas de los pilares que aún sólo sostienen la atmósfera irrespirable de un futuro Palacio de Congreso. Aborten, sugiere musitándolo el espía que se introdujo en el sistema para salvar unos documentos comprometedores y al que le ha saltado un detector de intrusos que le pantallea el monitor y que en cuestión de tiempo tendrá un rastreador que dará con su domicilio y que destapará el pastel amplificando el escándalo. Aborten, dice el computarizado mecanismo de la nave espacial que transporta a los colonos del planeta Marte rumbo a las anillos y a los asteroides de Saturno, confundió las coordenadas, o la confundieron adecuadamente para que la colisión fuera ya inminente y los confiados tripulantes alejados del puente de mando no pudieran llevar a cabo una maniobra arriesgada y desesperada, propia de los carromatos que esquivaban las envenenadas flechas de los indios de los Apalaches que cortaban el camino hacia el oeste. Aborte, pasa por escrito una nota el secretario general de una empresa pujante a su subalterno, el encargado de las transacciones que iba a lanzar una OPA hostil que los pondría en órbita, la entidad bancaria para los hijos de sus hijos, pero que ante el crack del yen en la bolsa de Pekín se apresura a vaciarse en la garganta un frasco de pastillas que le harán mártir empresarial, el Jesucristo de las finanzas. Aborte, masculla el feto en el vientre de la madre que no lo desea pero que debido a las presiones de la sociedad lo necesita, para así incrementar el perfil demográfico, para así no mancillar la honra de la damisela que llora porque será madre soltera y a cargo de un vástago que la incordia y que la obligará a solicitar caridad de la beneficencia. Aborte, aborte, aborte, se oye al feto por encima de las otras situaciones, exclamándole a los demás ejemplos.

Cedámosle la palabra al no nato: Sí de mí dependiera no nacería, eso que vaya por adelantado. A priori no encuentro placentero conocer a los primos que me tratarán como se trata a un extraño, con desdén, como a un juguete al que pintarle bigotes de gato. Tampoco quisiera que las vecinas me sacaran parecido con un antepasado, la nariz de chata de Ramiro, los pómulos igualitos a los de la Carmen. Mi padre pudiera ser el repartidor de butano, un violador de garaje, aquel mozo del baile de graduación del que te prendaste por la finura con la que lucía la camiseta de seda blanca, pudiera ser cualquiera y ello me privará de destino- de herencia-. Con semejantes credenciales lo que apetece es quedarse guarecido en el vientre, atado al cordón umbilical. Y que conste que me sincero respetuoso, tus glándulas mamarias posiblemente me sean apetitosas, tus caricias dulces y tus atenciones a medianoche interrumpiéndote las pesadillas del día siguiente desprovistas de reproches. Corresponde a las madres primerizas atender y proteger lo que trajeron al mundo, y no dudo que lo hicieras, y que aunque cueste, me tomarás cariño conforme yo vaya adquiriendo forma y consistencia, y me maneje con el lenguaje y diga “mamá” y se te salen las lágrimas. Las razones por las que te invito a que me abortes están en la concepción, no querida, a destiempo. Descuida que de lo que suceda, a pesar de lo que perjuran los episcopados, yo no guardaré recuerdo, en el limbo de los abortos no hay biografías. Coge el asa de los remordimientos y ponla en la candela o retírala. Aborta que las gracias las lleva el silencio.

A más abortos más comida, a más aborto menos berreos, menos ataques de ira a descargar en la nuca del bebé, a más abortos más planificación en el futuro, mayor olvido para la consigna “aborto o abstinencia”. Apuesto que la mitad de la población querría desdecirse y bien abortar o ser abortados, ¿cómo reproducirse con la que está cayendo, con las cifras del paro en alza permanente, con la de famélicos africanos huérfanos? ¿Cómo pedir perdón cuando, demasiado tarde, te pasen la cuenta de la infancia de carestía y de comedores sociales, de falta de estudios de ingeniería hidráulica, de que no tuviste el talón bancario a punto para apuntarlo a clases de natación y mírame, que nado a lo perro, que chapoteo? Hazte la sorda, que los consejos los cuelguen anónimos en un foro de Internet, que los padres apadrinen por una módica cantidad, que el que quiera bautizo que bendiga el agua del grifo y se moje con ella la frente. Abortar por precaución, lo hicieron comandantes de fragata, agentes del servicio secreto británico, hackers, empresarios adscritos al superávit. Aborta, la tristeza será transitoria, aborta o de lo contrario, el daño será permanente y no será a ti sola a quien le duela.