domingo, 31 de octubre de 2010

78º- Perspicacias


Sadam Hussein le dijo a uno de sus colaboradores justo antes de aglutinar en torno a sí y sin fisuras el parlamento iraquí en la década de los setenta: Conozco al traidor antes de que él mismo se de cuenta. Premoniciones, deja vu, sensación de haberlo vivido, de conocer la historia y el parlamento de los personajes en la obra que representan y que es anunciada a bombo y platillo como primicia mundial, como haciendo el doblaje desde la platea, el anciano al que llevan al cine a rastras y conforme se abren los títulos de crédito con la presentación inconfundible de la Universal, se levanta y enfila el pasillo hasta la salida repitiéndose que esta película ya la tiene muy vista. Ricardo que aglutina el puré en los bordes del plato, que se levanta para aumentar el volumen del televisor, no le importan los tejemanejes de un diputado con su secretaria arrodillada bajo la mesa de su despacho, no le importa si mancha el mantel o si suena el teléfono y la narradora de la redacción de informativos cubre el timbre y es una llamada urgente, de esas a vida o muerte, en la que te ofrecen un destino en la ciudad soñada con un salario superior, de esas que te anuncian ganador de un sorteo ante notario por el que has sido agraciado con un rutilante juego de cubrecamas, no, Ricardo está en el pozo, sumergido en el autismo de la preocupación, dando vueltas a la cuchara sabedor de que escucha la última conversación a gritos entre sus padres, que ahora pelearán por la custodia y por auto todoterreno, sus papás se van a divorciar y los abogados le tirarán de la lengua intentando que deje en mal lugar a uno de los dos, Ricardo que llora y las gotas le caen de las mejillas, que va a ser objeto de disputa, que se piensa fuente de todos las desdichas, porque no obedece cuando se lo mandan y se acurruca en la complacencia paterna, porque no surtió el efecto deseado en la pareja que apostó los fichas al hijo que ensamblaría las desavenencias y los roces, Ricardo de mayor visitando al psiquiatra con un panel de desorden afectivo severo, queriendo deshacerse del tercer ojo que profetizan los budistas, huérfano de cariño, rico en videncias de las mierdas nuestras de cada día.

A mí, y no me cubro de flores, se me da del carajo preveer. Sigo una metodología diferente de la usada por los estafadores que leen las manos o una bola de cristal, me siento y dejo que el que acude buscando ayuda se explaye, que hable de lo que le preocupa, que diseccione el conocimiento que tiene sobre sí mismo, una vez me he formado a su persona, tengo una idea nítida de cómo actuaría en ciertas circunstancias inverosímiles (entra en bancarrota, le anuncian que padece cáncer de páncreas…), entonces soy el vagón de tercera de un ferrocarril que misteriosamente adquiere una velocidad desproporcionada, la velocidad de la luz, la que lo conduce directo a la estación de tren del futuro, y allí me apeo y le sigo los pasos y veo, y regreso y le explico: pues mira, deberías romper los lazos y viajar, cálzate un zapato cómodo, hazte con una cantimplora y dirígete hacia el norte, a donde el frío mate las bacterias que te infectan y que te están corrompiendo el ánimo. O le digo, serio, convincente: opta por esperar, conocerás a un animal abandonado al que sacarás de la calle, un pobre cachorro que incitará tu instinto maternal, instinto que te orientará en la preferencia, que te va a despejar el camino. He llegado a presumir de ser un adivino pero sin creérmelo, por lo que no monto una consulta que se anuncie en televisión a altas horas de la madrugada, por lo que acudo a los gritos sólo para acrecentar la leyenda, la del escritor que con un índice de probabilidad elevadísimo clava sus predicciones. Si creyese en serio que soy un adelantado, uno de los contados que desmenuzan realidades intangibles, me dedicaría a las apuestas deportivas, iría a canódromos y casinos para hacer saltar la banca, pero no sé, los entramados de la vida humana se me dan bien, llámame charlatán, llámame embaucador.

Francisco rellena el informe y se lo pasa a su superior. Lo ha terminado conforme a los plazos, ha procurado que la redacción fuese liviana, nada de densidades y hermetismos en los trámites burocráticos, y babea imaginando el bizcocho que lo espera en casa, recién sacado del horno, que mojará en una taza de café con dos terrones de azúcar, café ardiente que lo saque del horario laboral. Piensa en ello Francisco cuando le comunican que está citado en el despacho del subdirector que le hablará de un asunto crucial e ineludible, y se amilana y le implora al bizcocho para que lo espere inmaculado en casa sin que sus adorables hijitos lo destrocen a zarpazos. Me contará luego que tenía ahí el pálpito de que lo iban a despedir, por lo que se centró en el manjar hogareño mientras le señalaban con el dedo de la firmeza por haber falseado las cuentas, por el desfalco que había puesto a la empresa en jaque y que diera gracias que no lo denunciaran, de llevarlo a juicio perdería el orgullo y cualquier oferta de trabajo que una compañía del gremio pudiese ofrecerle. Debía para ello firmar unas cláusulas de confidencialidad, en las que la letra mayúscula aclaraba que no le pertenecía indemnización alguna, que le obligarían a comerse el bizcocho con ansiedad, sin unas palabras de elogio hacia la cocinera, mascando la masa como mascan el fracaso los que se habituaron a triunfar. Francisco toma el taco de folios y los engulle, demasiada levadura, muy blandos. La perspicacia innata no le dejaba ver el bosque, ni de paso la jeta del que fuera su jefe y que estupefacto llamaba a su secretaria por el telefonillo para que diera parte a seguridad. Un individuo metalizado y con gafas de sol que sacaba a patadas al empleado que se endulzó el despido con la seguridad del bizcocho que chorrea por el extremo café cargado y oscuro, el empleado que ante lo inminente se resignó y no contrarió al destino intuido, pues de hacerlo ¿acaso lo variaba?

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