sábado, 23 de enero de 2010

2º- El camino más corto


Hace unas pocas semanas pude oír a un crítico literario de postín decir que la nueva novela de Antonio Muñoz Molina era obra de un "pajero". Me explico, la flamante obra de Muñoz Molina consta de mil páginas vertidas alrededor de un tema poco novedoso como es la guerra civil española, y por lo que pude deducir de lo que dijo el señor Masoliver (en petit comité), su neologismo se refería a la necesidad de componer una obra monumental capaz de espantar al lector más abyecto.
El mismo Muñoz Molina dijo en una de sus primeras obras, las que aun eran legibles: No hay nada que se iguale en lo placentero a deambular sin rumbo por una ciudad, a eso de las once de la mañana, cuando las gentes se ocupan en sus cosas y en las calles la luz del sol no es pisoteada por una multitud de sombras.
De sobra conocemos que Kavafis prefería ir hacia Ítaca que arribar del viaje, quizá temeroso a que Penélope hubiera desistido en esperarlo cuando tantos otros hombres grises guardan su turno, al acecho, en Alejandría.
Supongo que todo aquel que recorre un camino valiéndose de atajos, con un ojo marcado en el reloj y otro en que su marcha no aminore tiene motivos para ello. Aunque prefiero no echar mano de refranes del tipo "las prisas son malas compañeras" porque como contrapunto tienen el consabido "a quien madruga dios le ayuda" de unos marcados tintes calvinistas acordes a los hábitos imperantes, es evidente que si vas aprisa se te escapan cosas.
¿Merece la pena trazar sobre el callejero de las ciudades una línea recta entre el punto de partida y el lugar de destino? ¿Y de dónde sacas en la presteza un respiro para pararte a escuchar una conversación entre arquitectos, entre jubilados, o entre un párroco y la beata fervorosa de la congregación? ¿Qué hay de importante en llegar al final?
Estimaba Stendhal que para conocer una ciudad necesitas cuatro días, con un mínimo de quince horas diarias de vagabundeo, olfateando sus esquinas, pisando pavimento irregular, riéndote de los que sestean a bordo de un coche de caballos. Y se refería al Londres del siglo XIX, y desistía. Estamos en los inicios del siglo XXI, cuando el paraíso es tener una hipoteca a bajos tipos de interés, cuando el índice de muertes producidas por infartos de miocardio aumentan a la par que el número de horas extras, cuando yo, que sigo en mis trece, a veces no se hacia dónde me dirijo y sigo a la chica del pantalón verde que seguro va con retraso, con la esperanza de que, ay, puede que me conduzca directo al jardín del edén.

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