
Ayer tostando una rebanada que untaría de mantequilla y mermelada de fresas amargas, pensé en Kavafis y los viajes que nunca realizó. Si quisiéramos acomodar la Odisea a nuestro tiempo reescribámosla pensando que somos Kavafis, a la imprenta mandaríamos un híbrido entre el Ulises de Joyce y el Hombre sin Atributos de Musil. Pensaba a raíz de un concurso de relatos en el que el veredicto del jurado volvía a serme favorable, era el ganador por unanimidad, dada- copio y pego- “la asombrosa capacidad de condensar la narración en un tiempo reducido, de experimentar mientras la linealidad la pasa por la licuadora de las ideas lapidarias, ideas puestas en boca de los muchos que es, de los heterónimos personales en estado de alerta ante una elección de la que quieren ser partícipes. Se le premia la modernidad que conjuga tradición y renovación de las letras y del idioma”. Estaban elogiando algo escrito que giraba en torno al regreso, a la vuelta a los orígenes que se abandonan y se retoman y se enfrentan con la realidad inmutable de los objetos indemnes al cambio. Encumbraban una paradoja, la de que yo, como Kant o Kavafis me resistía a abandonar el hogar. Padecía de agorafobia, hacía del folio una ventana, del bolígrafo un quehacer normal que me permitiera sentir el palpitar de lo que acaecía allá afuera, que midiera la temperatura del asfalto y el vapor de las fábricas. Otorgaban su gracia de jurado a un fingidor que desde las sombras estaba edificando un mundo propio que se pareciera al original, y que por cierto a la vista está, no va desencaminado.
Mañana prepararé el desayuno, la costumbre, ejercitando el intelecto, con un ojo puesto en la cafetera para que no rebose, con el plato preparado para que el pan chamuscado no ensucie la encimera, y repasaré los motivos que pudieron conducir al suicido a David Foster Wallace, a Silvia Plath, al profesor de historia que disfrazado de Pompeyo y gritando loas a la república (los presentes no se ponen de acuerdo sobre a qué república, si a la segunda española, si a la tercera francesa, si a la utópica de Platón, sobre si al periodo republicano que duró siglos en la antigua Roma). El suicidio como una de las bellas artes, el suicidio- musitaré- salida que toman los valientes a los que despojaron de las armas con las que defenderse y de las insignias que la vida les tatuó en el pecho, encima de la pezón izquierdo al modo en que se llenan de cargos los oficiales del ejército. El suicida que se condena al infierno y a un enterramiento en las lindes del cementerio, que renuncia a ser recibido por San Pedro. En concreto, el suicidio de los escritores, la causa de muerte más común entre ellos en dura pugna con el abuso de la bebida, los escritores a los que el plumero se les fue al suelo y esparcieron su testamento por el piso con la planta del pie, legando sus manuscritos a un cazador de estrellas truncadas; los suicidios en masa de talleres literarios que quieren imitar a Mario Sa- Carneiro y alquilan una planta de hotel en París y calculan las señales de los relojes para dispararse en camaradería, todos juntos, el cielo de la boca; los novelistas a los que las presiones del editor ante el vencimiento del plazo de entrega los paraliza, y mudos no les queda más que irse con la frustración por ahí, a la sección de esquelas de las revistas especializadas y escasamente leídas. Algo de lo que pienso es evidente, los escritores declinan y abandonan ya que desayunan galletas, con una tostadora a uno jamás se le agotan las ideas, o sí, y mi pensamiento insulta al sentido común y únicamente emite disparates e intuiciones erradas. Pero es temprano para que cunda el desánimo, cuando tome el café y mordisquee el borde del pan de molde, espero que como suele suceder, la niebla ya se habrá disipado.
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