lunes, 23 de agosto de 2010

60º- Cuando es un accidente


Cuando jugaba al balón con los chicos de su barrio Maite sentía plenitud aunque desconociera lo que significaba aquel impulso que le permitía perseguir y zancadillear y chutar a la portería, aquel movimiento danzarín que colocaba a los chicos ante un compromiso, el de verse superados en ánimo por una extraña de pelo rizado que los dejaba en ridículo. Luego acudía a las palmadas de su madre que le anunciaban que la cena estaba lista y que debía de reponerse de la práctica del ejercicio físico, del disfrute que le proporcionaba sudar el cálido periodo de vacaciones, de sentarse frente al ventilador que le refrescaba la digestión, tenía aprendido que es al acabar de comer el momento en que el cuerpo necesita reposo para asumir los alimentos, para que el organismo los fuera adaptando. En cierta ocasión, chutó a puerta cerrando los ojos, empleando toda la rabia que aún no sabía que acumulan las personas en los tensionados nervios de sus piernas, y mandó el balón a los cielos, tan alto que de mirarlo notó que se mareaba al sentirlo descender hasta impactar en la barriga de una anciana vecina que tenía aspecto de escarabajo y a la cual el susto la condujo a propinar un grito desagradable, una expresión de esas que se supone que los niños no deben pronunciar porque está penada por los padres. Había sucedido, sin quererlo había provocado un accidente, debería de disculparse para que le devolvieran el esférico, de lo contrario podía olvidarse de ser admitida en el equipo la tarde siguiente a pesar de que en cuanto a sacrificio Maite poseía una voluntad precoz, fijó a la vecina entre ceja y ceja, se acercó y le ofreció su ayuda para que recobrara la posición, había resbalado sentada como estaba en uno de los escalones que subían hasta la puerta de su tenebrosa casa, recogió el abanico que también se le había escurrido de las manos. Suerte que cada accidente tiene su idiosincrasia, sería la cortesía la manera de subsanar el daño. La vulnerabilidad de ser una niña es un arma poderosa.
El pensamiento de Maite es recurrente si observamos que se encuentra ya de adulta inmersa en un accidente, un poco más aparatoso, un despiste que se achaca mirándose al espejo conforme ensaya una historia que sea creíble, que le valga para explicar qué demonios sucedió para que transgredidas las reglas del juego no hubiera disculpa que de veras la eximiera de culpa. Tontearon tomando un helado siguiendo el cauce de un río, se rastrearon los rostros siguiendo el curso de las arrugas que entrelazaban soledades y desesperanzas, subieron al mismo taxi y al unísono indicaron el destino echándose ambos a reír a carcajadas mientras contenían las ansías en el asiento trasero debido a las miradas inquisidoras que les lanza intermitentemente el conductor. Se desvistieron en el recibidor, transportados al dormitorio por la necesidad de dejarse ir en conjunto, y susurraron y gritaron y parecían no tener fin, el somier de la cama les crujía bajo la espalda, la cabecera soportaba a duras penas el movimiento a punto de ceder los tornillos que la mantenían posicionada. Pero investigaron cómo el deseo es insaciable y salieron escaldados, Maite llevándose las manos a la boca horrorizada, él con la mandíbula abierta por completo, los ojos buscando en un vacío blanco una grieta por la que colarse, las muñecas y el cuello sin pulso. Ha sido triste accidente, repite Maite en voz alta antes de marcar el teléfono del servicio de urgencias donde no podrían reanimar el cadáver, donde no repararían el desaguisado, donde- y será un trance desagradable- tomarán nota de los detalles y tendrán que oírle relatar las improvisadas normas del juego que les iba a coronar la noche desenfrenada. Vuelve a palpar el cuerpo situado entre la alfombra en la que apoya las piernas al despertar y el armario que permanece abierto, el resultado es idéntico, pero mantiene los dedos aferrados al brazo estirado y frío de él, rememorando las palabras de la vieja que nunca le devolvió el balón y que como razón remarcó que los accidentes son una invención de los que tienen las manos manchadas de sangre; ella misma, decía el escarabajo, era un accidente de sus padres, que no pudieron, o no quisieron poder abstenerse de comenzar la partida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario