sábado, 28 de agosto de 2010

62º- Sobre la belleza


Decía Sócrates a Fedón, uno de esos discípulos contestatarios que enorgullecen al maestro pensando por sí solos, que los poetas como ellos no podían alcanzar la sabiduría, no debían codearse aparentando dignidad, los poetas solían caer en lo sensible abrazando concupiscentes una imagen que los impresionaba y sobre la cual incidían para hacer a los espectadores partícipes, compartían el tesoro que a los demás les pasaba por mundanal pero gastaban la atención en el objeto, por eso recalcaba el griego, la dependencia del verso del sentido que lo inicia destierra cualquier posibilidad de comprensión, se conforma con describir las figuras perfectas que quizá posean una cualidad que le ha llamado únicamente a él, al poeta. Desde luego Sócrates estaba equivocado, el complejo de parturienta jamás lo dejó observar con claridad, ni él pasaba de ser un enaltecedor de masas ni la belleza es un territorio continental recóndito reservado para exploradores que se adentraran en sus frondosas selvas, no, aunque tampoco afirmaré que el brillo sea inherente a los componentes de la realidad y bajo la superficie encuentres el destello que se resistía a mostrarse avergonzado. La belleza existe diseminada, caso de darse a conocer quedando al descubierto rozaría la vulgaridad, y su esencia es eminentemente aristocrática. Que la divinidad terrenal posea un carácter reservado no es achacable a los poetas, a pesar de que éstos viven de un supuesto trato privilegiado para con la gracia, Sócrates quisiera embaucarnos, que le dejemos hacer limitándonos a paladear las palabras con las que describe el primor de la hermosura, como si la magnificencia fuera territorio vedado para neófitos.

Yo, que de ninguna de las maneras aceptaría una posición en el círculo que montaba los fans socráticos, y que por otra parte me muevo ágil en las aguas sediciosas, afirmo categóricamente que he mantenido relaciones con la belleza y que fueron en la medida de lo imaginado satisfactorias. En lo personal la belleza llevaba tacones y tenía las piernas descubiertas hasta más allá de la altura de las rodillas, vestía una falda tejana y una blusa a rayas negras y blancas estilo cebra, no es un paradigma, para ti puede llevar sobre los hombros una chaqueta roja de punto que la cubra de los vientos primaverales, para otro puede ir en traje de gala soportando el peso de un sin número de pulseras. De la experiencia deduzco que lo bello es a un tiempo lo que contemplas a simple ojeada y lo que le sigue al acercamiento, el factor del peso queda a gusto del consumidor, puedes preferir el impacto a la continuación, cegado por la turbulenta manera que tiene de mover las caderas, subordinado ante el tono con el que te pregunta de dónde vienes, cómo es que antes no había reparado en tu presencia. Y no se necesita octavas reales, ni rimas a la luz de la luna, la belleza surge porque está ahí fuera esperando que desde dentro la destapes, lo que suceda tiene lugar en un plano que sólo concierne a dos, y el objeto por lo común se las da de despistado.

Gustavo Aschenbach, el personaje de Thomas Mann, recalca que la soledad es lo que engendra lo genial, lo atrevido y lo verdaderamente bello. Supongo que se lo repite porque está abocado a crear la misma belleza que rehúye en caso de mostrársele clara y distinta en la tez de un efebo que juega con castillos de arena, supongo que atiende al decoro de no mirar a los ojos de un viandante que se te cruza y que te encanta que sea uno más, que de momento nadie intente apagarle el brillo de un manguerazo. Acostumbro a defender a los que miran insistentes rogando toparse con la personificación de la belleza y que a menudo son tomados por indiscretos, aquel que se contenta en el mero existir del objeto tiene mi solidaridad a su disposición, aquel que fuera insistente a mezclarse con lo idolatrado sufriría una amonestación no verbal, producto un terror a que estropee la perfección, producto de que cuesta digerir de que con la belleza seamos tan torpes que al final se nos cae el cuadro, se nos raja el lienzo, y hacemos lo imposible por convencernos de que fue un error cuando el error no es producto de lo bello sino de los palos de ciego que damos al querer definirlo.

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