
Cualquier caída es una repetición, nunca la primera vez a la que no consigo remontarme, caigo igual que los ángeles que se encararon con Dios porque éste les negó la potestad sobre la creación de la que ellos fueron participes plasmando los planos del arquitecto, igual que el boxeador que se compró una casa en Malibú que ahora no puede disfrutar, acusado de golpear a su mujer, provocándole una fractura de vértebras que la postró en silla de ruedas, aunque rehúse defenderse porque terminó sonado y en la ruina ya que las cuerdas del cuadrilátero no le contuvieron del azote que los golpes dan en el sentido común. La caída de los poetas en el alcoholismo o en el abandono de las medidas mínimas de higiene para con su cuerpo, barbudos, con las uñas amarillas de nicotina y el aliento ácido que impregna las plicas que remiten a concursos literarios donde no consiguen siquiera un accésit que les permita seguir. Aquel que nunca cayó se encuentra imposibilitado al no haber compartido plano con el resto de los mortales, los conocerás porque viajan en avión privado, desconocedores de cómo es aterrizar.
Las caídas no las subsana la confesión a un párroco que te impone una serie de oraciones que te rediman y te levanten, simplemente, eliges reptar y sacar la cabeza del agujero para otear el horizonte, atado a los sucesos que dejas atrás mientras mueves la cadera y contorsionas los brazos haciendo camino, un poco masoquistas, errantes, sin la pretensión de ser mejores personas pese a que la piel repleta de moratones y las llagas sedientas de cura nos lleven a abrazar lo que se nos ponga a tiro, escaleras mecánicas inclusive, escaleras unidireccionales en las que dormitamos, creyendo en falso, que las vendas sobre las culpas del pasado aguantan el contacto con la atmósfera, que su pegamento permanecerá unificando los destrozos. Por ello, si te dicen que caí, recuerda qué dije, comprende que sin las caídas el mecanicismo perfecto, la intranquilidad de que un día respiremos profundo y se nos desinfle el pecho y rompamos en lágrimas o paguemos la frustración con un ingenuo que intenta sofocar los demonios del ánimo insatisfecho. Caigo, y nada, caigo y ni rastro del fondo.