lunes, 19 de julio de 2010

55º- Si te dicen que caí...


Seguro que es cierto, lo hago a menudo, me caigo, me sacudo las rodillas, en caso de herida vierto un chorro de agua oxigenada, me pongo de pie y vuelta a empezar. Si te lo dicen es que la caída fue sonada, desde la azotea del edificio de la vecina de enfrente, a la que espío no por morboso sino porque su rutina carece de concierto y por lo que pude comprobar no se ajusta a horarios, pudo ocurrir que me empujaran, ya hartos de que les dijera que necesitaba una excusa para suicidarme falto de agallas, o que fuera un traspiés de esos que te deja en zanjas la vida para que tú piques el anzuelo y salgas disparado hacia otra objeto en el camino, pongamos que una piedra consecuencia de una riada, con la retomas la compostura, ya se sabe que tropiezo+ tropiezo= equilibrio. Pero sobre todo, si te dicen que caí no seas buen samaritano y acudas a prestarme auxilio o presumo que darás con los huesos en el asfalto porque como en las películas de muertos vivientes que salen de sus tumbas, tiro de tu mano, te hago hincar la rodilla.

Cualquier caída es una repetición, nunca la primera vez a la que no consigo remontarme, caigo igual que los ángeles que se encararon con Dios porque éste les negó la potestad sobre la creación de la que ellos fueron participes plasmando los planos del arquitecto, igual que el boxeador que se compró una casa en Malibú que ahora no puede disfrutar, acusado de golpear a su mujer, provocándole una fractura de vértebras que la postró en silla de ruedas, aunque rehúse defenderse porque terminó sonado y en la ruina ya que las cuerdas del cuadrilátero no le contuvieron del azote que los golpes dan en el sentido común. La caída de los poetas en el alcoholismo o en el abandono de las medidas mínimas de higiene para con su cuerpo, barbudos, con las uñas amarillas de nicotina y el aliento ácido que impregna las plicas que remiten a concursos literarios donde no consiguen siquiera un accésit que les permita seguir. Aquel que nunca cayó se encuentra imposibilitado al no haber compartido plano con el resto de los mortales, los conocerás porque viajan en avión privado, desconocedores de cómo es aterrizar.

Las caídas no las subsana la confesión a un párroco que te impone una serie de oraciones que te rediman y te levanten, simplemente, eliges reptar y sacar la cabeza del agujero para otear el horizonte, atado a los sucesos que dejas atrás mientras mueves la cadera y contorsionas los brazos haciendo camino, un poco masoquistas, errantes, sin la pretensión de ser mejores personas pese a que la piel repleta de moratones y las llagas sedientas de cura nos lleven a abrazar lo que se nos ponga a tiro, escaleras mecánicas inclusive, escaleras unidireccionales en las que dormitamos, creyendo en falso, que las vendas sobre las culpas del pasado aguantan el contacto con la atmósfera, que su pegamento permanecerá unificando los destrozos. Por ello, si te dicen que caí, recuerda qué dije, comprende que sin las caídas el mecanicismo perfecto, la intranquilidad de que un día respiremos profundo y se nos desinfle el pecho y rompamos en lágrimas o paguemos la frustración con un ingenuo que intenta sofocar los demonios del ánimo insatisfecho. Caigo, y nada, caigo y ni rastro del fondo.

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