lunes, 12 de julio de 2010

47º- Exclusión

Al chico gordito de la clase se le queda cara de tonto porque los jefes de los equipos al escoger lo ignoran, no lo quieren ni en la portería, ni de defensa que estorbe; El niño que se ha portado mal, tomando chucherías antes de la hora de comer, queda castigado y llora en su habitación porque le prohíben ir al cumpleaños de su mejor amigo, y pensar que habrá piñata, y que explicará durante el recreo el porqué de la ausencia y que se reirán de él; Los ojos de Antonio, que interviene para dar su opinión sobre dónde irá a parar su abuelo muerto, días después de que lo entierren, un afluente de lágrimas ya que no pudo contenerse tras la torta que le fue propinada por su madre, por insolente; El adolescente que en casa de sus suegros no levanta la vista del plato, tiene miedo de equivocarse, de expresar con vehemencia lo que sin duda ellos sancionarán como inmadurez, platea romper la relación, o partir la conversación estampando un plato en la pared, todo sea para captar la atención.

Las experiencias de formación caducan, norma cronológica, en vano intentamos integrarnos. Y el chico gordito ha seguido una dieta estricta de vegetales y ejercicio a medias entre la masturbación y las abdominales, que lo ha dejado en el peso ideal, partió rumbo a la universidad volviéndose un promiscuo cuya fama se extiende por las residencias femeninas que asalta con encomiable forma física y alternancia, los fines de semana. Y Antonio apoyado en el pecho de su madre, logra contener el llanto, le toma la temperatura situando la palma de la mano en su frente, y por fin le cierra los párpados, dirigía las exequias, escribirá un discurso que dignifique la memoria de la fallecida. Y el niño que se portó mal, dilapida la fortuna de la empresa familiar en el cuarto de baño de una sala de fiestas, en compañía de una chica originaria del Este, de una bolsita que contiene suficiente cantidad de merca para taponar el retrete, saltándose las restricciones, invitando a una ronda para los que cerca del amanecer aun pueblan el local. Y el adolescente, que viene de la guardería y marcha hacia casa, y siente impulsos de dar un golpe de volante abandonando la carretera, cayendo a un lago donde se sumergirá y en el que desde el asiento de atrás no se escucharán berridos, y en el que la sombra del divorcio y las infidelidades se disipen, pero sobretodo en el que los domingos no hay que acudir al club de campo a degustar idéntica paella, a conversar ocasión sí ocasión también sobre las ventajas pedagógicas de la educación privada.

Poco ha de transcurrir para que las perspectivas futuras disminuyan. Las vidas de el chico gordo, de Antonio, de el adolescente, del chaval que incordia y se excede, esas vidas marcadas por patrones análogos: la mutabilidad y el fracaso, características enlazadas, una contiene la otra, meta y origen, acaban. Ni tú ni yo reparamos en ellas, sacamos pruebas que incidan en el vivir cotidiano, no nos sirven debido a que continuamos enfrascados por regir los movimientos cuando en la vida el sujeto es un añadido a los acontecimientos, y más en este siglo que apenas inauguramos, donde las pérdidas son suplantadas, los recuerdos borrados a causa de ese mal médico, quién sabe si sanador de tormentos, que es el Alzheimer. Nunca hubo tantas tribus urbanas, tantos emblemas a los que adscribirse, tampoco tantos apestados, suerte que aún quedan lúcidos que se adelantan y se autoexcluyen, los conocerás porque catalogarlos es una tarea imposible, ellos serán quienes te cataloguen, desde una esquina en silencio, sentados o en cuclillas, las más de las veces fumando y siendo transportados por el humo de cada calada que dan a la realidad.


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