viernes, 16 de julio de 2010

52º- En una isla griega


En la agenda tengo señalado un viaje a la isla de Capri, aunque aun no dispongo del billete ni de los recursos financieros pertinentes, aunque Capri esté en el mar Tirreno italiano y lo que yo quiera sea perderme en el maremagnun de islas griegas que salpican el atlas de bolsillo que me lleva a perder la mirada entre azules y gamas de ocre. Y estoy con la espalda achicharrada por la prolongada exposición a la radiación solar e intento concentrar la mente para hacer un viaje astral que se salte kits turísticos, bonos de viaje que expande la empresa en la que trabajo como premio a mi intachable comportamiento, pero no lo consigo, supongo que salvar las distancias volando con la imaginación es más complicado en el caso de querer arribar a una isla, como si la franja costera levantase un muro que alcanzara el firmamento con el que te das de frente y te deja desorientado moviendo las alas, observando Capri a lo lejos en el horizonte. Voy a describir la sensación de llegar, de apearme del barco pesquero que me rescató de las aguas tras decidir que la vida sin Capri carece de sentido y haberme arrojado por un acantilado. Porque ya fui pero no hice fotos ni me moví del respaldo de la silla en la que fui transportado a una isla que no es griega, ¿acaso importa?

Dicen que Tiberio, el emperador romano, cedió el poder en la urbe tras quedar maravillado al visitar esta isla y que aquí vegetó hasta el fin de sus días dándose a los placeres de la perversión sexual. No haré por imitarlo, subo una colina clavándome la hierba en las pantorrillas, con la mirada puesta en cruzar al otro lado, el pulso controlado, resuello leve, olor a salitre. Puedo apoyarme en el suelo cuando el terreno se torna irregular, no tengo ánimo de regresar por donde vine, las islas ajenas a los caprichos, sirven para exorcizar al que las visita, terapeutas para la catarsis del viajante que practica la penitencia sólo, los tours en compañía conllevan disfrute, horas tiradas bajo una sombrilla cualquiera, esto es de otra índole, sumergido en un volcán que emergió de las profundidades quisiera que me engullera la lava, quedarme petrificado, figura de museo de cera que entorna los párpados ya que no da crédito a que todavía existan lugares en los que te vacías porque olvidas respirar.

Rescato de la bolsa de mano, un ejemplar gastado de la biografía de Malcom Lowry, destrozo las páginas, en pedazos minúsculos y las hago planear en la brisa. En las islas no compras souvenirs, de recuerdo llevas cada una de las piedras, todas contenidas en la pupila, el tacto de las escamas de pescado que observas boquear en el puerto sin poder escapar de las redes de los barcos que acaban de echar anclas. En las islas los cambios son sencillos, las remodelaciones no necesitan de permisos ni se estampan firmas en las muñecas de los niños, no hay generaciones venideras, en Capri el instinto maternal solo lo conoce la Madre Tierra, y piensas temblará el piso y resucitarán los muertos que uno ha dejado en la balsa que hacía aguas, entonces comprendes a Tiberio o a los tiranos que deshacen lo que les es previo, al fin y al cabo compartes con ellos una intención, la de huir hacia un lugar sin nombre, escogiste Capri, pudo ser el Pacífico, pudiste entrar en un baúl que cerraran con llave apagando las luces, clausurando la ceremonia de mutación, escribiendo en la casilla pertinente de la agenda: experimento fallido.

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