lunes, 12 de julio de 2010

49º- Calor



El clima es el tema más recurrente para los que estamos, estos días, de vacaciones. En concreto, el bochorno y el asfixiante sol que ya en su aspecto húmedo y pegajoso, o áspero y seco, dependiendo de la confluencia de los vientos del lugar en el que uno se encuentre, impiden que rememoremos las abundantes lluvias que en el pasado invierno nos chafaron los planes, que agraviaron un resfriado convirtiéndolo en neumonía o que pusieron los embalses al tope de su capacidad. Las fluctuaciones naturales hacen que me disponga a ir a la playa ataviado con un ridículo bañador y unas sandalias poco consistentes que temo me dejen descalzo para la vuelta. Los días soleados no tuestan la piel a gusto de todos, y personalmente hecho en falta la nubosidad melancólica del otoño, las bocanadas que exhalan helor del interior de los pulmones, o los estornudos de la primavera que se quedan en nada comparados con la belleza de un almendro que te inunda los sentidos.

No me tomen a mal, aprecio las noches a la intemperie descamisado, las borracheras que se duermen en una orilla con la comisura de los labios llenas de arena, la sensación de aspirar en el agua debido a lo cargado del ambiente. Tomo, no obstante, el polo positivo y su contrario, a menudo las altas temperaturas me aumentan el resuello al subir una cuesta, incitan malos humores en mi ya de por si caldeado carácter, por no hablar de lo incómodo del sudor que se agarra a la nuca y empapa la almohada o de la imperiosa necesidad de ingerir litros de agua que me sacian el estómago y en exceso provocan arcadas. No me tomen a mal, pero del verano me quedo con el gesto de sufrimiento de los ciclistas del Tour de Francia mientras yo sorbo un helado de veinticinco céntimos, con los escotes de las féminas que a pesar del sofoco que producen son como una sesión de sauna, calidez que te permite cargar las pilas. Comprenderán ya que no viajo a una isla del caribe cuyos mares sean cristalinos y en cuyas terrazas se sirvan de mojitos.

Si en la obra de Fernando Fernán Gómez eran las bicicletas para el verano, para mí son los jalones y datar mediante carbono 14, madrugar, acudir a unas excavaciones, dormir la siesta, trasnochar, en resumen, castigar el físico. Y lo hago como voluntario, porque no quiero revolcarme sobre una toalla al amparo de una sombrilla rodeado de ancianos que desean mejorar los canales de circulación de sus piernas repletas de varices, porque no poseo carnet de club marítimo, porque en el caso de que me quedara en casa me convertiría en el hombre más airado del mundo, con el subsiguiente trato hacia quienes osaran rodearme. El que el calor soliviante a espíritus inquietos a darse a la embriaguez de contemplarse el ombligo circunscrito por la dosis recomendada de crema solar, es señal de que el calor calcina las ideas aunque lleves gorras o una de esas estúpidas gafas de sol que proliferan en defensa de “gentes de ojos claros”, y si me consideran estúpido por afirmar tal cosa, bien, no les culpo, apuesto que se levantaron y pusieron los pies en el suelo o sobre la alfombra y pensaron: Qué calor. El calor se ha adueñado de sus tiempos de asueto y les calcina las neuronas, un presidente americano dado al desenfreno les espetaría: es verano idiotas.

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