lunes, 12 de julio de 2010

48º- Convalecencias


Nunca he creído en los milagros, sin embargo a las curaciones instantáneas, a las recuperaciones que dejan boquiabiertos a los médicos de cabecera, sólo se me ocurre calificarlas de milagrosas, rayan lo sobrenatural. Conocí a una chica que mensualmente acudía a terapia para que su psicoanalista le recompusiera la rotura de corazón que le acababa de provocar su ruptura con un ligue que se dio cuenta de no aguantarla tras sostenerla antes sobre sus piernas en posición escasamente decorosa. La chica en cuestión abandonaba la consulta dando saltos, dispuesta a caer en los brazos del siguiente desaprensivo de torso depilado. Conocí a una anciana, saltaba a la vista que lo era aunque presumo que tendría menos edad de la que aparentaba, que los lunes era víctima de un cólico nefrítico, y que el martes preparaba un puchero, arroz con leche de postre, del que jamás se privaba, estando presta a una digestión a prueba de bomba. Conocí recuperaciones que duraban lo que un chasquido de dedos, cualquiera diría que el ser humano detesta los intervalos de convalecencia y que por eso los acorta.

Error. Seamos nominalistas: Nick lleva encamado una semana aquejado de fiebres, su novia, Erika, lo cuida, ya que la madre del enfermo es reacia a creer que unas anginas sean devastadoras a tales efectos. Erika le pone paños de agua fría en la frente, le introduce las cápsulas que le vendió el farmacéutico porque a Nick se le va el santo al cielo, y es que acurrucado como está, suspirando cuando le invade de golpe a las sienes el dolor, ella se desvive, ella revisita las películas Disney que a Nick lo entretienen llevándolo a la fantasía, fantasía que no quiere que cese, total, ambos están sin empleo, él ya puede hacer selectivos esfuerzos que Erika se ofrece a acompasar. Nick desearía guardar reposo indefinidamente, tener a alguien a su disposición: que le alcance ese libro de poesía sobre el cual lleva rato pensando una cita, “mostrarse quieto, seguir respirando”. La cama del cuarto de invitados se ha amoldado a su espalda, él encantado de sus nuevos hábitos, la enfermedad, desconsiderada, sana.

Me produce profunda tristeza Nick, y envidia. Al menos una quincena a cuerpo de rey, padeciendo ataques de delirio a 40º, claro, con unas delicadas manos que me masajean las mejillas y me sirven hígado para comer, sazonado a mi gusto, sin apenas sal. Qué triste que las dolencias reversibles y los padecimientos que requieren de cuidados también acaben, no da tiempo a degustar el estar atendido a jornada completa, usando incluso una campanilla que sacuda el cuerpo de la enfermera al oírse en el piso de abajo, qué pena, que los tiempos largos de convalecencia presagien un final fatal en vez de ser los que merezcan ser degustados con mayor perspicacia de matices, qué manera tienes de cambiarme la camiseta, no tengo que mover un músculo, qué pulso con la cuchara, nunca derramas una gota de papilla, qué amable, ¿podrías permanecer a mi lado, aún cuando yo me quede dormido y ronque y tú te aburras contando los granos de la pared sentada, en medio del tufo a enfermo? Nunca he creído en los milagros, ahora estoy convencido, es un milagro que al convaleciente lo atiendan, el sentido común advierte: lo útil sería tirarlo por un acantilado, cesaría el dolor, ahorraría un dinero la maltrecha sanidad pública, y si sobrevive exclamaremos, espontáneamente: aleluya.

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