Concentrados fueron en la ciudad que habito, 1066, en heladas tierras al oriente en el hemisferio norte, en Sudáfrica apenas cuando nací, en casuchas de arcilla, mamposterías de aceptación del destino, en una sucursal bancaria, empleada H. D., que imprime facturas y expende créditos, cuya columna vertebral sufre daños irreversibles ahora que la saludas y le pides que certifique el ingreso, y ahora que ella te advierte que has de conservar el albarán porque con una determinada cantidad por cortesía de la caja de ahorros de regalo un edredón, y ahora que le das las gracias o le lanzas improperios, porque no aprendió que la espalda tiene que sujetarse al respaldo en ángulo recto. Concentrado el escritor al que desde la redacción le exigen un texto de 100 palabras el aniversario de una carnicería, guerra justa, 100 palabras que posibilitan un lamento, 100 palabras que no bastan para una docena de nombres.
De la concentración se escapa cuando suena, al fin, la señal del día logrado, las piezas ensambladas, tus dedos burlando la severidad del engranaje mecánico. Se sale mediante “Evasión o Victoria”, con los pies por delante. La concentración se abandona en forma de virutas de humo que dejaron tras de sí la corporalidad, los gritos de auxilio de un baño en fuego. En cambio, la dispersión no se inscribe entre las dolencias de la sociedad pasada, la dispersión siempre es actual, es mi estado que voluntario, acojo, un privilegio para holgazanes liberados, de dinastía sanguínea sedentaria, bienaventurados los dispersos porque ellos serán la piedra de toque del sistema educativo. Manía que pensemos en concentrar muchedumbres, en aunar alientos para que los planetas vuelvan a órbitas circulares, manía no pensar en que en el mundo de los dispersos nada es absoluto y las claustrofobias y los suicidios en masa, y los asesinatos indiscriminados y las purgas redentoras, no existen donde la concentración es, parte, y se dirige hacia el interior.
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