viernes, 28 de mayo de 2010

43º- Vaivén

Tengo que asociar una imagen a la palabra mareo: mar. Tengo que representar el fin de una época y escojo la cubierta de un barco, en una travesía de seis horas, con el mar por todas partes. Tengo que encontrar un motivo para volver, apenas una semana, y no desligarme para siempre, y cumplir con los que están lejos y pienso en el mar, en el pavor que produce sumergirse en él pasado de revoluciones cuando la superficie es negra y en el cielo las nubes de color anaranjado anuncian agua en el aire, el mar ha extendido sus tentáculos, su oleaje, a lo respirable. Se pregunta Baricco: ¿Dónde empieza el final del mar? Le contesta el mar tendido sobre la arena, manchando desde la horizontalidad del infinito las orillas con sal, empieza en las nostalgias que sienten las corrientes marinas de gozar por un instante de calma, finaliza en un cuerpo que cómplice lo contraría dando brazadas, bebiendo el mestizaje de direcciones que le empapan el bañador, que lo angustian porque teme haber olvidado cómo nadar.

Podemos trazar una serie de momentos culminantes usando escenas en las que el mar nos haya contemplado, espectador de la obra teatral que se desarrolla a su amparo. Porque el mar es un público agradecido que contribuye a que lo que suceda cuente con una banda sonora envidiable, el rumor de las profundidades, el susurro de transatlánticos a la deriva, de buques mercantes a los que hundió el peso de la carga. Ante el mar besamos a una niña, perdemos las vergüenzas alrededor de una barbacoa y nos mostramos tal como intuimos que somos, ante el mar lloramos porque el aeroplano vuela alto y no nos alcanza con estirar el brazo, o presas de la resaca alquilamos una tumbona, y allí fingiendo que leemos un suplemento dominical dedicamos la tarde a visibilizar lo que hay tras el tanga de la chica de la sombrilla de adelante. Claro que le damos importancia a aro pasado, despreciamos sus propiedades curativas, recordamos lo malo, las aglomeraciones, la piel escamosa, la basura que unos desaprensivos o una planta incineradora esparcen desde sus costas, maldicen el mar aquellos que lo tienen cerca.

Comprendo que es notoria mi situación, nunca en toda la vida había estado varios meses sin contemplar el mar, lo que se siente en el interior: melancolía de las formas variables. Asocio el mar y sus fines y sus inicios, a una pintura, de un pésimo aspirante a paisajista, de alguien que maneja las acuarelas como los castillos de arena se manejan con las ráfagas de viento. Conservo la pintura, una marina que capté desde un banco recuerdo que en estas fechas hace años, guardada entre otras aberraciones tratadas en témpera o cera o en técnica mixta, en el altillo del armario. Y se me ocurre que ello no tiene nada en común con lo intrínseco del mar, que hay interviene mano humana, por eso responderé a Baricco con una concha de mar, de las que se coleccionan por su exotismo e independencia, producto del flujo que el tiempo en los seres vivos, tan inertes que podríamos llegar a equivocarnos creyendo que es un cuento de niños que en su interior contengan océanos que se agotan, tan desiguales en sus formas que podemos extraviarnos pensando en las conchas y en el mar como si tuvieran dueños, como si no nos trascendieran.

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