jueves, 27 de mayo de 2010

41º- Hipocondríaco

La miopía es hereditaria, y la hemofilia, hasta el raro trastorno de Huntington se trasmite mediante la genética. Las trabas que nos legan nuestros parientes, desde un piso de veraneo en Santa Pola a una punzada a la altura de la rodilla cuando soplan vientos cambiantes, digamos que de Levante a Poniente, forman parte del ADN. La jaqueca es hereditaria, y contraria a la lectura, y al sosiego, porque notas un peso en la nuca que arquea tu columna vertebral, y te martillean las sienes y acabas apagando el humor de perros atiborrándote de analgésicos. La claustrofobia se hereda, mi madre contribuyó a ello haciendo que subiéramos cargando las bolsas de la compra hasta un ático, la última planta de un piso con ascensor, mi madre que nunca fue afortunada en salud. Puedo asegurar sin miedo a equivocarme que lo que soy me viene de fábrica, directamente o a la inversa, asumiendo o contrariando, excepto algo a lo que escapo a la norma del linaje, soy hipocondríaco.

Los que siempre quieren quitar hierro a los asuntos desconfiarán: quiere hacer una montaña de una colina, quién no exagera el dolor, quién no multiplica los padecimientos para que lo atiendan con mimo, para sentirse querido. Pues bien, tienen su pizca de razón. Estoy convencido de que hay niños que tocan un óxido y al verse la palma de la mano con brotes de color marrón acuden raudos a sus madres rogándoles que los lleven al médico, piensan pero no lo dicen por espantar malos augurios que es cáncer. Estoy seguro de que las faltas de asistencia al trabajo se deben a imponderables y a causas mayores y no a que hay una irregularidad en medio de la espalda, un montículo que impide que te tumbes boca arriba en el sofá y que necesita el lunes, sin falta, la intervención inmediata de un especialista, especialista que te receta tilas y psicoanálisis y una dieta rebajada en grasas porque ni a tu edad la piel está libre de la repentina aparición de granos. Estoy de su lado, es una calumnia que la paella valenciana provoque prurito, que los estrenos en tres dimensiones produzcan náuseas al salir del cine, y las palomitas yagas en el cielo de la boca.

Por esto quiero saber de dónde proviene el pánico que tengo ante el dolor, el apego que le tengo a conservar la vida pese a lo poco gratificante que me resulta. Para ello he confeccionado un árbol genealógico, desde el antepasado que emigró a una isla del Pacífico como militar y que regresó a la metrópolis para compadecer ante un Consejo de Guerra, desde la rama familiar que fue diluyendo su rango de miembros de la nobleza, a los nobles don nadie que no darían crédito si les dijera que me restan unos meses de vida, que en las actuales circunstancias es inoperable, y que además reirían para luego reprenderme pues con eso no se bromea. Deseo encontrar una explicación, un remedio casero, la ataraxia del cuerpo de la que habló algún griego cuando aún no se habían inventado los sanatorios mentales. Agradecería cualquier pista por su parte, un eslabón que dote de sentido a la cadena, una cadena gruesa con la que fustigar a la enfermedad, real o ficticia, o a mis parientes, para que me tomen ya, de una vez antes que sea tarde, en serio.

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