lunes, 6 de septiembre de 2010

66º- Sudores fríos


Hay aviones que sobre los asientos tienen una ranura por la que se escapa un aire helado, el aliento de un pasajero al que los problemas de miocardio y un despegue movido lo petrificaron en el asiento, lo dejaron literalmente tieso mientras su alma, caso de tenerla dentro del cuerpo, ascendía a los cielos elevada por la propulsión de las hélices y por la experiencia de un comandante que por vez primera lleva a un tripulante que está en el otro lado, cuando todos sabemos que allá en las alturas no hay separaciones tajantes ya que todo es inmensamente igual. Me contaron esto antes de montar en avión y lo creí porque me sentí aludido, por eso al despegar apago el aire acondicionado o le solicito a la azafata menos atareada que lo cierre, por costumbre, por miedo, por no pasar a la categoría de leyenda. En uno de esos sueños estrambóticos que solemos tener los que no nos amilanamos ante una copiosa cena, estoy en una plaza, cruzando por un paso de peatones, inesperadamente siento una sombra que me cubre, un ave gigantesca que oscurece el sol que hasta hace un momento me achicharraba el seso, oigo los gritos de mi acompañante que me suplican que corra y que no obedezco, giro el cuello para entender cómo que anocheció de repente, un avión con sus alas extendidas se abalanza sobre mí, va a aplastarme porque no puso el tren de aterrizaje, porque en los sueños indigestos no hay salvación que no sea el despertar empapado en sudor, cubierto por una sábana que agarras para sentir la seguridad de que sólo es un sueño. Y sí, es ilustrativo, un avión acorta las distancias, evita que tengas que cruzar de Nueva York a Los Ángeles haciendo autostop por carretera, en los aviones se viaja plácido y cómodo, te sirven un refresco, te atienden como si fueras el centro de la creación, el último hombre vivo, sin evitar con esto que se me erice la piel y ralentice la frecuencia de palpitaciones, sin remediar que el vértigo convierta el trámite en una carrera de maratón.

Además de tener fobia a volar- en lo metafórico alzo el vuelo o creo hacerlo y me encanta- tengo el hábito de dormir la siesta en verano. Sé que la funda del sofá se agarra a la espalda y que los mosquitos te acribillan a mordiscos y las hinchazones escuecen más si cabe que el cansancio acumulado en esa humedad irrespirable pero que respiras porque no hay alternativa, por suerte cuento con la ayuda inestimable de los locutores de televisión de las retrasmisiones del Tour de Francia, colaboradores que entonan una canción de cuna, ciclistas que demarran en un asfalto que parece un volcán y a los que les cae el cansancio por el maillot, mal de muchos que consigue que no recapacites y enchufes el ventilador, “esos sí que sufren” musitas sorbiendo horchata, y dando vueltas una mujer a la que hace bastante empezaste a dirigirle miradas cargadas de odio te responde- dispone de un oído privilegiado- que para eso les pagan, que hubieran estudiado algo de provecho, que el mérito lo tiene ella y no tienes un detalle que se lo agradezca y que de una puñetera vez cambies de canal o acaso eres masoquista.

Hubo una época en la que me detuve en la letra F del abecedario, me obcequé con practicar footing para así ponerme en forma, recomendación del doctor de cabecera que me reñía por tirar por la borda una salud que de convertirse en sedentaria menguaría como un helado cubierto por el envoltorio que se deja fuera del congelador, palabras textuales. Obedecí en la medida que se deben de atender los consejos de personas que acreditan un diploma de estudios superiores a los tuyos, me apresuré a comprar unas zapatillas deportivas que fueran cómodas y resistentes y enfundado en un chándal presumí de consistencia en el barrio, recorrí la manzana repetidas veces hasta que tuve lo que gente que ha practicado deporte no dudaría en llamar un lerele o una pájara. Tendido en la acera, suplicando que un samaritano con los arrestos que se necesitan para levantarme a pulso me pusiera de nuevo en circulación, visioné como lo haría un moribundo que se va sin billete de regreso al otro lado la reacción que tendrían en el hospital al atenderme, convencido de que la bronca versaría sobre la falta de precaución que tuve al descuidar la hidratación, al hacer tal esfuerzo con la temperatura que teníamos, cómo si fuera imposible poner la maquinaria a tope en unas condiciones ambientales adversas, ahí están los ciclistas, o los beduinos… Pero claro, me callé retraído como soy y me limité a secarme el rostro con una toalla que se iba cargando del peso de las gotas de sufrimiento de las que yo me iba librando, por lo cual pienso, y es una teoría arriesgada, casi demencial, que el sudor es un instinto, una señal de alarma y para nada un proceso fisiológico, el sudor aparte de oler mal, y no quiero tocar el tema por peliagudo, nos solicita una tregua, apostillando que ello no obliga a un abandono definitivo de la violencia.

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