domingo, 26 de septiembre de 2010

72º- Mall


Hace unos días degusté una lúcida reflexión sobre las cajeras de supermercado y el trato que le dan al cliente que les llena la cinta transportadora de productos marca blanca. Y dado que no soy un creador del que brotan temas de la nada y se ramifican hasta tocar la nube en el cielo despejado, y dada mi ineptitud para sentar cátedra porque lo mío es bucear y rescatar el ancla de las profundidades, voy a tomar prestado por el borde e intentaré reconstruir el objeto alterándolo a mi manera, sustituyendo a la persona, a las empleadas y a los compradores, centrado en el lugar, en el espacio de estanterías y frigoríficos, en las ofertas y el 3x2, ya que lo que nos hace movernos de casa un Viernes tarde previo visionado de una película de Scorsese, no es la voraz necesidad del consumidor, ni del proveerse por si se diera el caso un ataque nuclear. El intríngulis de las grandes superficies está en sus pasillos de lozas resbaladizas, en que nos exigen despojarnos de la lista de la compra, a partir de aquí- anuncia el slogan- entra usted en el terreno donde los sueños tienen precio y código de barras. Procuraré mostrar la equidistancia de un simple observador, como José Antonio Marina, o Vicente Verdú o Gilles Lipovetsky, sin decantarme por el Alcampo en detrimento del Día, omitiré el engaño en cuanto a cantidades de los productos Dani, evitaré tratar de la laberíntica y muy molesta ordenación en dos plantas de las cadenas Mercadona. Sociólogo en un hipermercado busca el secreto que reúne y aglomera a las diferentes capas sociales en un espacio constreñido sin que se maten entre sí, equiparados gracias al objeto que se apresuran en añadir a la cesta de la compra, producto que se convierte tras la transacción en aquello que certifica que hay sitios donde cualquiera es igual a otro, puesto que allí lo personal caduca ya desde el aparcamiento.

Y es que al entrar en un centro comercial penetras un universo de fantasía, el sustitutivo semanal y cercano del parque de atracciones. Acechas la sección de juguetería regresando a la infancia cuando rellenabas una interminable carta para los reyes magos que nunca empleaban toda la magia que se les presupone contigo, que nunca colmaron tus peticiones. Compras un paquete de folios, de 500 unidades, y rememoras los días previos al inicio del curso escolar, el año que estuviste colado por Lorena y perdiste la vergüenza y recibiste una negativa cortés pero rotunda por respuesta, el año que menos atención prestaste en clase, es decir, en el diste uso a menos folios. Te acercas a donde los televisores y aparatos electrónicos, no en vano has crecido y llevas por una casa sobre los hombros, la cual dispones acorde a los últimos adelantos, estás a la moda y si ello necesita un sinfín de cables, así sea, y si la exprimidora se rompe no la reparas, tienes una excusa perfecta, vas a renovarla, la sustituyes. El supermercado como una máquina del tiempo en la que viajas hacia atrás y hacia el futuro. Qué contar de la alimentación, esos manjares que quitan la ansiedad a las noches de insomnio, comida congelada o envasada o enlatada, al alcance de tu mano que se extiende y la toma al por mayor, no vayas a pecar en defecto y luego suban los precios. Hoy no se precisan asistentas que nos hagan la compra y nos libren de decidir, lo tenemos al completo, mezclado, artilugios de jardinería con mandos a distancia universales, Best Sellers y Lambrusco, fruta de aspecto inmaculado y pescado fresco traído de la costa anteayer. Aquí no haces amigos, le juras fidelidad al sitio, a los carros de agarre acolchado y traqueteo intermitente. El comercio como distracción.

He llegado a colmar una tarde aprendiendo la contingencia de precios de las longanizas, de los packs de atún, en diferentes establecimientos, comparando los anzuelos publicitarios. Soy un consumidor cabal, un adicto a la tesis marxistas de la economía: dependiendo del valor de uso de lo producido será el valor de cambio entre el que vende y el que compra. Está incorporado en la genética, los chicos disfrutan acompañando a sus abuelos el sábado por la mañana al mercado del barrio, y sin embargo traicionarán el localismo queriendo abarcar la amplitud y a su vez sus hijos serán presas de la hecatombe del “hágalo usted mismo”. Conducirá la generación venidera un armatoste dispuesto a cargarse de bolsas ecológicas, provisto de un maletero donde no sólo un fallecido reposaría en la posición adecuada, donde cabría una fosa común de croquetas de esas que al echarlas en la sartén hacen agua, donde los niños (que son tus nietos, o los míos) pueden meter el Hello Kitty tamaño Godzilla que compraron porque les debían el regalo de cumpleaños y porque les apetecía y podían permitírselo. En el centro comercial las edades no cuentan, al pasar bajo su carteles luminosos el reloj físico se detiene, la mente se dispersa azuzada por la curiosidad. Recomendados para paliar los efectos del estrés, de la infelicidad prolongada, desaconsejables para perezosos, eruditos. Y no quisiera extenderme, dejo secciones a explorar, descubran por sí mismos. Rezan los altavoces y se suple el órgano por la música de hilo ambiental, menos barroca, más sosegada. Los centros comerciales como templos paganos.

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