domingo, 12 de septiembre de 2010

68º- (In)madurez


Érase una vez un chico- excúlpeseme por el uso prologando de la voz masculina, en realidad es intercambiable, es de género neutro- adelantado a su edad, que recibía los honores de un adulto porque había asumido las obligaciones de éstos, y no lo hacía nada mal, llevaba las cuentas de su vida al día sin descuidar el mañana, preparado ante lo que se le pusiera por delante, hambriento, ningún reto era una utopía que no pudiera sostener en la palma de su mano y posarlo donde le viniera en gana o cerrar el puño y estrujarlo como se hace con las páginas que un escritor se empeña en narrar recurriendo a la vaina de retroceder en la tercera persona que inventa para no quedar expuesto a lo biográfico. Érase del aburrido y etiquetado, y cargante y muy formal, y educado y cuidadoso en el trato con sus superiores, y prototipo del yerno perfecto cara a una suegra meticulosa, y empleado del mes a buen seguro que no se relaja por condecorado, y érase de un soporífero chico, maduro como si las experiencias no fueran sino una lámpara que ilumina sólo a quien la sostiene- que diría Celine-, que sintió la torcedura de una rodilla debido al peso de las responsabilidades, el chico que varió el supuesto segmento que continúa saliendo del encerado en una clase en la que los alumnos no logran explicarse dónde demonios acaba esa línea, y plegándose consiguió introducirse en un sobre al que marcó con un matasellos ridículo de un personaje de Disney, y que remitió a sí mismo, para despedirse de su anterior yo, fue del revés queriendo recuperar la ingenuidad, queriendo contentarse en guateques a los que acudiría estrafalario y en los que nadie se escandalice de su comportamiento, quiso reinventarse y lo primero era despedirse de uno no fuera que la valija ontológica fuera un dolor de muelas que le sustrajera movilidad a la hora de flexionar el codo.

No le resultó complicado porque seguir la inercia es retroceso, añadamos que al ser su esencia la de un transformista los decorados lo asumían, dejó de ser un chico listo, de ahora en lo que resta potenciaría el lado de Peter Pan, de niño perdido, sería una rocambolesca forma vida, volvería a desempolvar la veleta que le marcase un rumbo aleatorio, nunca nadie se lo iba a prefijar, nunca hipotecaría el disfrute de una embriaguez que acaba en resaca de domingo por un alentador panorama de billeteras abultadas, nunca comprometido con algo de lo que no pudiera desligarse, sería un perpetuo muchacho sin contrato que le venciera para darle cabida a una seriedad sobre la que escupía, fue arisco, fue tosco y exquisito, escupía en la fotografía del chico maduro que recibía espaldarazos y al que las puertas y las secretarias y la confianza en lo que pudiera llegar siempre le había estado abiertas. Reformó su habitación, dejó las paredes blancas, retiró los retratos de sus seres queridos, cambió el estilo de vestimenta, rejuveneció de repente una década y por ello, infiltrado en una generación que vio de chica otros dibujos animados, que apenas tarareaba las canciones de Juan Luis Guerra, el tratamiento de choque fue eficaz, experiencia que nos viene- eligió- antes que sumergirme en una experiencia contaminada por las meadas de los que ya se secaron para tomar el sol.

Érase una vez un chico que en contadas ocasiones definía a las personas usando la dicotomía madurez/ inmadurez, el significado que adquirían en su boca estas dos palabras era metonímico, no coincidía con lo convenido en el diccionario. No existe el momento cumbre en el que pasas de ser un inmaduro, un cachorro, a ocupar el puesto de la manada porque el sentido común está pendiente de que el cincel le descubra nuevos pliegues, porque tampoco es científico o inevitable que madurar sea la solución ante el embolado en el que por obra y gracia de un espermatozoide participamos. Este chico del que hablo defeca encima de aquellos que presumen de tener un raciocinio prodigioso que se comportan y están a la altura, sigue con la penitencia de haber sido uno de ellos, pero dentro de un plan de testigos protegidos espera derrotarlos usando contra ellos la información que tiene de primera mano, los datos retenidos por la memoria a la que suplantó por un olvido pragmático. Érase de un chico que cuenta que llegó el cambio y los inmaduros gobernaron la tierra. Érase un inmaduro que no sabe de qué va en realidad la trama e introduce paralelas en tinta transparente, que debería de conformarse con haberse cambiado a sí mismo pero no se deja, quizá por complejo de profeta, quizá porque conoce estupendamente lo que conlleva el elogio “aparenta una madurez impropia”. Si me lo permiten, déjense contagiar.

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