
No le resultó complicado porque seguir la inercia es retroceso, añadamos que al ser su esencia la de un transformista los decorados lo asumían, dejó de ser un chico listo, de ahora en lo que resta potenciaría el lado de Peter Pan, de niño perdido, sería una rocambolesca forma vida, volvería a desempolvar la veleta que le marcase un rumbo aleatorio, nunca nadie se lo iba a prefijar, nunca hipotecaría el disfrute de una embriaguez que acaba en resaca de domingo por un alentador panorama de billeteras abultadas, nunca comprometido con algo de lo que no pudiera desligarse, sería un perpetuo muchacho sin contrato que le venciera para darle cabida a una seriedad sobre la que escupía, fue arisco, fue tosco y exquisito, escupía en la fotografía del chico maduro que recibía espaldarazos y al que las puertas y las secretarias y la confianza en lo que pudiera llegar siempre le había estado abiertas. Reformó su habitación, dejó las paredes blancas, retiró los retratos de sus seres queridos, cambió el estilo de vestimenta, rejuveneció de repente una década y por ello, infiltrado en una generación que vio de chica otros dibujos animados, que apenas tarareaba las canciones de Juan Luis Guerra, el tratamiento de choque fue eficaz, experiencia que nos viene- eligió- antes que sumergirme en una experiencia contaminada por las meadas de los que ya se secaron para tomar el sol.
Érase una vez un chico que en contadas ocasiones definía a las personas usando la dicotomía madurez/ inmadurez, el significado que adquirían en su boca estas dos palabras era metonímico, no coincidía con lo convenido en el diccionario. No existe el momento cumbre en el que pasas de ser un inmaduro, un cachorro, a ocupar el puesto de la manada porque el sentido común está pendiente de que el cincel le descubra nuevos pliegues, porque tampoco es científico o inevitable que madurar sea la solución ante el embolado en el que por obra y gracia de un espermatozoide participamos. Este chico del que hablo defeca encima de aquellos que presumen de tener un raciocinio prodigioso que se comportan y están a la altura, sigue con la penitencia de haber sido uno de ellos, pero dentro de un plan de testigos protegidos espera derrotarlos usando contra ellos la información que tiene de primera mano, los datos retenidos por la memoria a la que suplantó por un olvido pragmático. Érase de un chico que cuenta que llegó el cambio y los inmaduros gobernaron la tierra. Érase un inmaduro que no sabe de qué va en realidad la trama e introduce paralelas en tinta transparente, que debería de conformarse con haberse cambiado a sí mismo pero no se deja, quizá por complejo de profeta, quizá porque conoce estupendamente lo que conlleva el elogio “aparenta una madurez impropia”. Si me lo permiten, déjense contagiar.
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