domingo, 26 de septiembre de 2010

74º- Seducción


Conozco hombres que tienen el don. Les viene de fábrica, no lo han aprendido, no lo cultivan ensayando posturas frente al espejo, es la virtud que los caracteriza y de la que presumen, hombres con toque, galantes, irresistibles. Son los menos, y yo, desde luego, no me incluyo entre ellos, entre la masonería de los solteros codiciados, entre los grupúsculos de rompe bragas. No, no sería admitido, es una logia de privilegiados, hombres cejijuntos, de orejas de soplillo, de bocas torcidas como las curvas que toma el metro haciendo que las luces parpadeen y que el metal suena a forzado, hombres rematadamente feos, Shrek que nos levantaba a la chica, adefesios cuyo catre retiene orgasmos, cuyas paredes retumbaron al compás de los suspiros incontenibles del récord de puntuación, y eso que en las artes amatorias se defienden sin más, nunca leyeron el Kamasutra ni desentrañaron los secretos del clítoris, hombres que necesitan de una mirada para que ronronees y adelantes el celo de la primavera. Enemigos del compromiso duradero, salteadores de divorciadas, de bocados en minifalda, de autostopistas, hombres a los que conozco y evito referir como altaneros o a los que evito parecerme porque supongo que el fracaso hundiría mi autoestima en el retrete en el que orinan henchidos de placer cuando cumplen, después de fumar el cigarrillo de después. Conozco a donjuanes que sembraron el terror en un convento de clausura, en la puerta de un instituto de secundaria, en la retorcida mente de un padre que no duerme porque a saber qué estará haciendo su hija con el pervertido que vino a recogerla y que ahora podría estar dejándola preñada o rompiéndole la virginidad, hombres que ofrecen fuego a una desconocida y tú sabes que les está dando a entender que atesoran fuego suficiente para quemar Roma, hombres desvergonzados, filántropos que aplacan las fiebres que incitaron con sus andares de cowboys. Cuánto tienen por mostrarnos.

Directamente conquistador, jamás pretendiente. Tocan el piano como se les supone a los ángeles que tocan el arpa, tocan la inseguridad y tocan la cintura agarrando en la forma la medalla de oro que se cuelgan al cuello como sin mérito. Los caballerescos zarandean el mérito quitándose el cumplido, los de reciente cuño embotellan un pelo de la axila de la colina tomada, maneras de retener un aroma, de etiquetar a la persona plastificada y usada y tirada y salpicada de la rugosidad del látex. Preservarán mensajes lascivos en la memoria de sus teléfonos móviles aunque de nada valgan porque la excitación no la alcanza por sí, desconoce el ritmo que prefiere en la masturbación, es un impedido sexual que necesita que se lo hagan, que siempre encuentra a quien dispuesta a asumir el rol de enfermera le calma los ardores intestinos que aúllan desde el bajo vientre. El sexo promiscuo, droga que pueden permitirse y que no destruye las neuronas ni sangra la nariz, el sexo como una ensalada, un aperitivo que condimentar al gusto, descabellado o elemental, atornillado o martilleando, harinados en la cocina o en la bañera tensando el músculo, resbalando en el cuerpo de dos cabezas el agua ardiente de una vocal prolongada sinónima de placer o de dolor. La figura que morirá sin descendencia reconocida, el Alfonso XIII que supera la inteligencia máxima permisible a un Borbón, el amante que haría las delicias de la exigente Ava Gardner.

Conozco a este tipo de hombres y los celebro. Dan una lectura poética y conformen cierran una estrofa abren un affaire con la segunda fila asiento B, que luego pasará a ser la chica del pelo anaranjado, que luego será una tigresa en un camping familiar, que más tarde quedará adscrita al club de las que pasaron y a las que les falseé la dirección a la que podían escribirme cuando quisieran o estuvieran de paso y alentarán repetir tras buscar infructuosamente. Son el León de la Metro Golden Mayer que se come una pantalla de un cine o un culo respingón. Figuras a las que ofrecer ofrendas, una asistenta que nos limpia la casa una vez a la semana y que aceptaría estar pluriempleada, a un tiempo trabajando la cocina y al capataz, al salón y al señor que le paga; una hija que nos salió horrenda porque aquel sábado nos cogió desganados y porque el dentista no les apretó las tuercas al aparato que le iba a cuadrar la dentadura; una mujer a la que la menopausia volvió sedienta de ímpetus animales y a la que, lo sientes en el alma, no puedes colmar. El hombre que tiene toque conduce enflechado y sin copiloto y reposta en una gasolinera y no regresa con un frasco de gaseosa o un paquete de pipas, tampoco con una prostituta, puede alcanzar a volver rodeado de lo que él denominaría “amiguitas”, que por supuesto le van a trastocar el sueño dejándolo extasiado- y en éxtasis si lo tienen ensayado y se compaginan en orden-, que van a gemir como hienas mordidas por tigre, como Zar Nicolás ajusticiado en una cabaña. Conozco porque me han contado, sé de epopeyas que no comparten dormitorio, de rapidez en un retrete de un restaurante donde el ajetreo de la cocina tapaba el silbato de la olla a presión, conozco y siento tristeza, por ellos y por mí, a ver si la vida va a consistir en tener mujeres como quien tiene ajedreces medievales, a ver si todo se reduce al coito, a hacer el amor, a follar. Con la de cosas que hay. Cuántas. Díganme que sí.

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