martes, 23 de febrero de 2010

20º-Paraísos artificiales

Baudelaire bendecía los efectos de vanguardia que el uso de estupefacientes tenía en la creatividad de los literatos. De eso ha llovido más de cien años, y la penalización del consumo de los opiáceos, y las pastillas azules de las discotecas. Ingentes avances tecnológicos que conducen al cyborg, a los sobaos de marihuana, pero que prohíben fumar un inofensivo cigarrillo en un restaurante tras el postre, ya lo decía aquel: pues yo todavía me masturbo con la mano.
Procuraré ceñirme al vino, el nectar de dioses que los griegos en tiempos inmemoriales extendieron por el Mediterráneo, no solo de presocráticos vive el hombre. Atenderé al vino porque es mi elixir favorito, el que me noquea con suavidad, me va dorando la píldora y mitiga el sentido de la responsabilidad en lo que puede, no provoca náuseas, no hace milagros. Recuerdo cuándo aprendí a apreciar su sabor, los restos de materialidad que adhiere a las paredes lde la boca: Salí de una lectura de un poeta que había vivido en la India y tenía historias pintorescas que contar, y antes de ganarle un ejemplar de una antología de poesía devocional, entre salmonetes y "pescao" frito, desterré el prejuicio, el vino no es bebida de gentes que están de vuelta. Que quede claro que tampoco hago ascos a un whisky escocés, a un ron cubano, o a una ginebra del sur de Meryland, en lo tocante a los placeres soy cosmopolita. Desde entonces, sin tomar prestados los gestos de autómata del catador, mi relación con el vino es de una dependencia mutua, él necesita aflojarme la consciencia, yo lo invito a estimular las confesiones en susurro, a veces, las menos, lo tomo intravenoso con el malestar a posteriori que me postra en el sofá, una resaca que me permite que lea desprovisto de asomo de culpa una novela de detectives. Con el vino todo son ventajas.
En esta ciudad en la que estoy exiliado he descubierto un restaurante que por un precio módico sirve un vino de la casa espectacular, suficiente para hacerme asiduo, allí descargo las palabras que amontono en el silencio y hago honor a mi apellido, la fama del linaje se retrotrae a un mítico fundador que tuve la suerte de conocer, el bebedor por excelencia, pobres de nosotros de aguante limitado, extraviados en el fondo de una botella, inútiles como corcho seco. Qué equivocado estaba Baudelaire, las ingerencias en la escritura no la enriquecen, suelen provocar que desistas, que dejes de teclear, que partas la mina del lápiz, esa es la primordial de las ventajas de los paraísos artificiales, que una vez vomitados, te callas.

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