jueves, 25 de febrero de 2010

22º-Recuerdos inventados


Oigo a David Bowie viajar al planeta Marte, tengo por delante un día que ni el genio maligno de Descartes habría planeado con más enquina. Como plato fuerte he de negociar con un mediador de conflictos que postula porque le concedan el Premio Nóbel de la Paz, me tienta asaltar su despacho con una sierra mecánica, nunca gusté de sermones de falsos profetas, y recapacito: ¿De veras estas son las tareas a las que antes de que den las diez (10 P.M., se entiende) habré tenido que dar carpetazo?
Pienso en J., en su rocambolesco relato que me confió por vergüenza a que lo tomaran por un loco, él que está de este lado de la cordura. J. pasea de la mano de un familiar, un hombre de pelo cano, camisa de franela, que ronda los sesenta, J. es un niño nacido en una ciudad donde proliferan los cuarteles militares. Supone que es sábado, bajó al mercado a aprender a valerse entre precios, sobre su cabeza se refleja el sol, se palpa la coronilla, aun resta una carretera en línea recta hasta llegar arriba, a la iglesia del barrio. J. no sabe de pendientes, terminará aficionado a calcular el desnivel del terreno, fanático del ciclismo, todavía el consuelo es que la mirada cubra las distancias a mayor celeridad que sus piernas. En la acera contraria se levanta una valla, tras la cual hay una zona boscosa, abetos y ramilla, son los aledaños de un terreno castrense abandonado, y torretas de vigía, y entre la maleza J. ve la figura de un tigre, del tigre de las ideas, de rayas negras y piel casi escamosa, dorada. Siente una punzada en la columna, las guarniciones de la ciudad tienen por mascota a una cabra, un felino entre maquinarias del ejército, no le cuadra. El hombre mayor acelera, le insta que adelgace, para ser niño hay que moverse a la velocidad del rayo, comes demasiada bollería. Así que no se ha dado cuenta, hay un tigre apenas a diez pasos, eso sí, el obstáculo de la valla mitiga el peligro, y el anciano, síntoma de que las cualidades sensitivas le empiezan a flaquear, continúa a lo suyo. J. olvidará ese recuerdo, lo retomará con los años y cuando marche por ese camino, un mínimo de dos veces diarias, pensará en el tigre, y en si el sol le afectó al sentido común, o si en verdad el espejismo no era tal.
Creí al instante a J., en principio J. no existe, es alguien que se fue apagando hasta quedar a oscuras en los recovecos de lo que transcurre, pero le creí, qué gana una fantasía inventando otra fantasía, qué provecho extraigo yo al pensar en un tigre que a todas luces era un reflejo de los anhelos de un niño, J., que quería tener algo por lo que detenerse e ir despacio, porque a J. lo olvidarían los sabados por la mañana, y hasta yo mismo, y viceversa.

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